28 de diciembre de 2018

El Hombre Policuántico

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Eran las 19:30 horas de un Jueves cualquiera. Estaba en la parada del micro de Plaza Passo. En un hombro llevaba colgando mi bolso, con el tupper y sus restos del almuerzo. En la espalda, una pesada mochila imaginaria con la cuota diaria de mis frustraciones cotidianas. Y entonces, una vez más entró en acción el único y verdadero super poder con el que cuento: que alguien extraño decida entablar una conversación conmigo.
El hombre en cuestión tenía bien merecido el apelativo de "extraño": ropa harapienta y mal combinada, el cabello desparejo y peinado con una desconcertante aleatoriedad y sobre todo su mirada. Sus ojos estaban a la vez perdidos en el horizonte y enfocados en lo que parecían varios puntos a la vez. Parecía estar borracho, por cómo se tambaleaba, pero no alcancé a olfatear aquel inconfundible olor a alcohol desde donde estaba.
Buscando aumentar la distancia entre él y yo, di un paso hacia atrás, sin mirar. El cordón de la vereda estaba roto en aquel punto —habían estado haciendo mantenimiento de la red eléctrica esa semana— y pisé en falso. Perdí el equilibrio y comencé a caer. Fue en ese momento cuando el extraño personaje se giró con una velocidad majestuoso e inesperada y me sujetó de la muñeca, tirando de mi brazo hacia él, como en un paso de baile.
Mi respiración se agitó, probablemente por la adrenalina del susto. El hombre me soltó. Se me quedó mirando. Exactamente un segundo después pasó el 418, a toda velocidad. Había perdido mi viaje.
— ¡Gracias! —le dije— ¡Ese colectivo me podría haber aplastado, si me caía!
Él me miró, listo para responder. Luego su vista se desvió hacia el pavimento. No pudo reprimir un escalofrío. Su cara hizo una involuntaria expresión de repulsión. Pareció dudar, rumiando o evaluando qué responder. Era casi demasiado tarde para contestar cuando finalmente lo hizo.
— En efecto. De hecho, te aplastó. Y a la vez, no lo hizo. También, te salvé la vida. Y no lo hice. O no necesité hacerlo. Todo depende de cómo lo mire.
Aquello me hizo recordar por qué había dado aquel paso hacia atrás, aquel asesino paso atrás. El hombre se me quedó mirando. Sonrió. Un segundo después, se entristeció. Miró al costado, al pavimento, y volvió a sentirse asqueado.
— Vení —Me dijo— te invito un café, así te explico mejor.
Lo único que quería hacer era llegar a casa, cenar, anestesiarme frente a la pantalla y reptar hasta la cama, para reiniciar el ciclo rutinario. Pero aquel café sonaba bien, nunca le puedo decir que no a un café. Así que nos fuimos al bar de la calle 42.
— Dejame elegir la mesa y lo que vas a tomar. Va a ser más fácil tener esta charla y que me creas si lo ves en acción.
— ¿Si veo en acción qué cosa? — Pregunté, intrigado por demás.
No respondió.
Llegó el mozo. Por puro reflejo estuve a punto de ordenar. Me tuve que morder la lengua. El extraño se encargó de hacer el pedido:
— Una lágrima para mí. Y un americano doble con un tostado de jamón y queso, pero con doble queso y sin tomate para mi amigo.
Fue una de esas situaciones en las que uno no sabe lo que quiere hasta que se lo ponen adelante. Y sí, de haberme dejado hacer el pedido, aquello es lo que hubiera ordenado.
— ¿Cómo sabías...?
—... Si yo tampoco sabía lo que quería? — Completó la frase. Aquello ya me daba escalofríos. Pasaba de castaño oscuro a "¡Alerta Roja, situación fuera de los límites de la naturaleza!" — La explicación corta, es que soy un hombre policuántico.
Lo primero que me vino a la cabeza fue algún tipo de práctica sexual. Después asimilé la palabra "cuántico", un término demasiado usado en la literatura y el cine que me gusta, no siempre de la manera correcta. Me mantuvo interesado.
— ¿Y cómo es eso?
Él sonrió. Luego se asustó. Inmediatamente después su cara reflejó un extasis envidiable. Finalmente respondió:
— ¿Conocés el experimento ese del gato, el plato con veneno y la caja?
Dudé si contestarle o no. ¿O no era fútil responderle a alguien que había predicho metódicamente cada respuesta que le había dado? Como no seguía con la historia (y aparentemente no la iba a continuar hasta que yo hablase), le dije que sí.
— Bueno. ¿Viste que en el experimento original se mete a un gato en una caja con un frasco de veneno?
— Sí —lo interrumpí— y hasta que se abra la caja el gato está a la vez vivo y muerto. O algo así.
— ¡Correcto! ¡Cada vez me caés mejor! — exclamó con inusual alegría, antes de ponerse mortalmente serio. Luego sonrió y continuó su historia.— Resulta que si yo hiciera ese experimento, al abrir la caja podría ver al gato vivo y muerto. Y probablemente también vería la caja vacía. Porque veo todas las opciones que pueden surgir de cada evento o decisión. A partir de ahí, decido yo por donde quiero ir. Como cuando se bifurca un sendero y tenés que elegir si vas a la izquierda o a la derecha. ¿Entendés?
Iba a decirle que no. Pero algo en sus ojos me dijo que aquella no era la respuesta que esperaba. Lo pensé un poco más. Recién entonces entendí.
— ¿Lo que decís es que somos dueños de nuestro destino, pero siempre dentro de las opciones que puedan surgir, pero que vos en cambio sí tenés la opción de buscar cuál es la correcta?
— Sí. Algo así. Por eso te va a llamar la atención que te haya invitado a este bar, justo a esta hora, justo este día.
— ¿Por qué? — Pregunté, pero sólo obtuve una misteriosa media sonrisa como respuesta.
Tomó un sorbo de su café. Algo de espuma le quedó en la comisura de los labios, pero no pareció notarlo. Estaría muy ocupado viendo la infinita cantidad de versiones que en aquel momento habría de aquel bar.
Al ver que la conversación parecía haber llegado a un punto muerto en aquel punto, decidí preguntarle algo más:
— ¿Y cómo fue que empezaste a...?
— ¿A ser policuántico? — Me interrumpió — Bastante. Creo que ocho o nueve años. Estaba casado, tenía hijos. Todo eso. ¡Trabajo, también! Pero un día me desperté y cuando me fui a bañar encontré a mi señora con un tipo en la ducha. Grité y salí del baño enfurecido. Mi mujer estaba todavía en la cama, durmiendo. Volví a entrar al baño. Estaba vacío.
— Imagino que habrá sido difícil de asimilar algo así.
Torció la cabeza mientras con una mano hacía el clásico gesto de "Más o menos".
— Somos una especie bastante estúpida. Cuando vemos algo fuera de lo normal, tendemos a racionalizarlo. En mi caso, pensé que lo que había visto en la ducha había sido un sueño, que todavía no me terminaba de despertar. — Asentí, aprobando su afirmación. Es raro cómo le buscamos una explicación lógica a lo ilógico y con aquello que es lógico aunque difícil de explicar hacemos exactamente lo contrario, como inventarle un origen sobrenatural— Fui a trabajar. Laburaba en un estudio contable. Pero cuando llegué al edificio me encontré con que la llave no servía. El portero, para peor, no me reconocio. Raro, porque una vez por semana, durante dos años, le había estado trayendo una bolsa con media docena de facturas. Me confundió con un ladrón intentando forzar la cerradura y me increpó. ¡No sabés cómo se sorprendió cuando le demostré que sabía su nombre, dónde había nacido, cómo se llamaban sus nietos y hasta qué le había dicho el médico en su último examen clínico! Porque yo lo conocía muy bien antes de que todo cambiará. ¿Entendés?
— Entiendo. ¿O sea que tu historia había cambiado, pero la de él no?
— Estaba algo más flaco. Seguramente porque no se había cruzado con mis facturas semanales.— Me reí. Él no. Lo decía en serio. —La cuestión es que ahí le empecé a prestar más atención a lo que me estaba pasando. Es como todo. Si descubrís que tenés una habilidad, o un talento, tenés que ejercitar. "De la práctica nace el maestro", decía mi abuela.
— Es "La práctica hace al maestro"— lo corregí, pero me descalificó la opinión con un aleteo de su mano.
— Eso será acá. No es así de donde vengo.
Su voz se apagó un instante, como cuando alguien sufre un gran susto. Parte de él comenzó a esconderse de alguien. Otra parte comenzó a gesticular en exceso, como necesitando que todos los del bar lo miraran. Le pregunté si estaba bien.
— No — Me respondió, para agregar inmediatamente después — ¡Sí, bárbaro!
No supe qué hacer. Honestamente. Aquello ya se me escapaba de las manos.
— ¿Viste que te dije que te iba a llamar la atención que te haya invitado acá? — no alcancé a responder. No hacía falta tampoco. — Bueno, resulta que acá está tomando un café un tipo que me conoce muy bien. ¡Bah! ¡A mí no! —dijo, casi gritando— ¡Al otro! ¡A mi "yo" de acá! ¡El que estuvo encerrado en el loquero! ¡Esa clínica de porquería!
Y gritó el nombre del manicomio. Casi todos los clientes nos dedicaron sus miradas de vergüenza ajena o reproche. Casi todos. Uno nos miró con espanto. Porque lo había reconocido.
Era un psiquiatra del manicomio que acababa de nombrar a los gritos mi particular amigo.
— ¿Arturo?— preguntó, sin darle crédito a sus ojos.— ¿Qué hacés afuera, amiguito? — Preguntó, con condescendencia. El profesional me miró, curioso, preguntando en silencio cuál era mi relación con su paciente. Estaba tan abrumado por lo que estaba pasando que me limité a alzar los hombros.
— No te desesperes, Fernando. — Me dijo Arturo, el Hombre Policuántico— Todo lo que hice esta tarde, fue para llegar a este momento. ¿Sabés lo que pasa? Ya recorrí tantas versiones distintas de mi vida, que ahora me dedico a experimentar nuevas realidades. ¡Y nunca estuve en un loquero! ¡Suena interesante! ¿No?
Asentí, intentando ocultar mi tristeza con una sonrisa hueca. El psiquiatra ya había conseguido voluntarios para ayudarlo a llevarse a su paciente de regreso a la clínica. Nunca falta ayuda cuando se trata de encerrar a alguien distinto.
Y me quedé ahí, sólo en una mesa, con un tostado ya frío medio masticado, pensando en aquel loco que la vida me había puesto enfrente. La vida, o quizás sus propias elecciones.
Volví a casa. Otra noche más de dormir sólo. Mi esposa me había abandonado hacía dos años. Se había llevado a los chicos, también. Todo en castigo a mis malas decisiones. Abrí la puerta. Mi hija me vio y corrió a recibirme, con esa auténtica felicidad tan propia de los niños. No entendí qué estaba pasando. Llegó mi hijo. Me saludó con un abrazo, seguido de su habitual pedido "¿Me prestás el celu?". Me sentí confundido. En el escritorio estaba mi esposa, terminando su trabajo. Me saludó con un beso y me pidió que cocinara yo. Recordé fugazmente aquello que había dicho el Hombre Policuántico acerca de nuestra capacidad para naturalizar todo. ¿Había sido un sueño mi separación de dos años atrás? ¿O mi extraño amigo me había hecho un regalo, trayéndome a esta nueva realidad?
La respuesta era tan obvia, que llegó a mi cabeza mientras pelaba las papas. Esa noche cenamos papas. 

15 de diciembre de 2018

El Saltarín

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"I was born in a cross-fire hurricane,
and I howled at my ma' in the driving rain,
But it's all right now, in fact, it's a gas!,
But it's all right. I'm Jumpin' Jack Flash,
It's a gas! Gas! Gas!"

"Jumpin' Jack Flash", The Rolling Stones.


La primera manifestación de su poder llegó a él como una inyección de instinto de supervivencia. Estaba tranquilo y templado, dentro del útero, siendo acunado por el rítmico latido del corazón materno. Y de pronto todo su universo conocido comenzó a cambiar caóticamente: la música de aquellos latidos se aceleró, el líquido en el que flotaba plácidamente comenzó a escaparse hacia otra parte, por allí abajo, afuera escuchaba gritar de dolor a aquella voz que periódicamente le hablaba y cantaba canciones de cuna. Aquello era demasiado stress. ¡Necesitaba escapar! Pero ¿A dónde? Y entonces encontró una salida. No con sus ojos, porque estos estaban cerrados, sino con su mente. Había otro lugar allí adelante. Más tranquilo. Más confortable. Un lugar donde podía recuperar aquella felicidad que amenazaba con terminar en aquel instante.
Y saltó hacia allí.
Ahora se encontraba envuelto en ropa calentita. Ya no tenía aquel líquido tibio a su alrededor, pero tenía los brazos de su madre, sosteniéndolo en un abrazo protector. Y algo más. Tenía algo en su boca que le daba paz y saciedad. ¡Se estaba alimentando! Decidió dejar de pensar y relajarse. Dejarse llevar por el momento. Y volvió a estar en paz.
Aquella noche tuvo una nueva experiencia traumatica: Algo malo pasaba con su estómago. Podía sentir los dolores. ¿Qué era aquello? ¡Nunca se había sentido así! Con los ojos cerrados de dolor, mientras lloraba, volvió a ver una salida a aquella situación.
Y saltó hacia allí.
Continuó saltando hacia adelante cada vez que algo le hacía mal. Y luego empezó a hacerlo  cada vez que algo simplemente no le gustaba. Luego de algunos saltos se encontró en un extraño lugar, repleto de niños y niñas de su misma altura, no como aquellos gigantes protectores a quienes había dado el nombre de "Papá" y "Mamá". En sus recuerdos alcanzó a percibir que había sentido pánico de quedarse allí, entre extraños. Pero ahora se sentía mucho mejor, jugando y riendo con los otros niños. Y unos días después, cuando se cayó al piso mientras corría con sus amiguitos, volvió a saltar para escapar del dolor que le provocaba aquel raspón en la rodilla.
Los años pasaron, entre salto y salto, hasta que llegó a la adolescencia. En aquella época, tan particular, comprendió que sus saltos eran una habilidad única. Y como dicha habilidad le permitía ausentarse de su propia línea temporal en los momentos difíciles para volver aparecer en su próximo momento de felicidad, comenzó a explorarla con mayor esmero. Vivió su primer beso, sin tener que soportar las ansiedades, miedos e inseguridades que surgían antes de llegar al hecho en sí, por ejemplo. Y cuando aquella primera novia lo dejó, en lugar de dejarse llevar por la tristeza simplemente se dedicó a buscar en su propio futuro cuándo volvería a estar alegre. Y resultó que no fue mucho después, lo cual era significativamente interesante.
Su vida siguió. Una dorada sucesión de instantes rebalsando dicha. Momento feliz, tras momento feliz, tras momento feliz. Podía afirmar, sin temor a equivocarse, que él desconocía lo que era la depresión, ya que nunca estaba allí cuando ésta lo atacaba. Esto lo convirtió en un hombre confiado, seguro de sí mismo y también un tanto egoísta. Alguien que nunca debió sufrir la inseguridad de una entrevista de trabajo, el desamor de una pareja o la pérdida de un ser querido.
Definitivamente, la vida era buena para él.
Hasta el día en que la puerta de escape se cerró.
Todo comenzó, como de costumbre, con un instante de placer. ¡Aquel bar definitivamente tenía un café maravilloso! Lo paladeó, lo dejó bailar entre su lengua, disfrutando de su cálida caricia, su delicioso aroma y la suavidad de la espuma. Y entonces llegó Luis, su compañero de trabajo. Luis tenía la mala costumbre de contarle todas sus penas y frustraciones, cosa que lo aburría sobremanera. Así que mientras asentía automáticamente sin escucharlo, dio un último sorbo al pocillo y buscó en su cabeza la puerta de salida. Pero no la encontró. Sin dejar de sonreír por cortesía volvió a intentarlo, mientras Luis continuaba con su monólogo deprimente. Al repetirse el resultado negativo, comenzó a entrar en pánico. Su compañero notó el cambio en la expresión y le preguntó si se encontraba bien, pero él no lo escuchó. Estaba perdido en una nube de confusión como nunca había sentido en su vida.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué no podía abandonar aquel lugar? ¿Qué demonios estaba pasando? El contacto de la mano de Luis lo sacó de su estupor. Respiraba agitado, sudaba y su cuerpo temblaba como una hoja.
— ¿Qué te pasa? — Le preguntó su compañero, pero no supo qué responder. Buena parte de sus saltos de la adolescencia se habían debido a que cuando se decidía a contarle a alguien sobre su habilidad especial, nadie le creía y terminaban burlándose de él. Pero la confusión que sentía era tal, que decidió contarle.
  — ¿Qué quiere decir esto? ¿Que me estoy por morir, y por eso ya no hay más momentos felices en mi futuro? ¿O que voy a vivir el resto de mi vida sumergido en la depresión, como cualquier imbécil de los que están acá alrededor?—  Su amigo hizo caso omiso al ofensivo comentario. En su lugar, le respondió:
— Honestamente, no te creo. No creo que exista una fuerza capaz de hacernos saltar de momento feliz en momento feliz, como  si nuestra vida fuera una película aburrida que se puede adelantar hasta que pase algo interesante. Pero si vos sentís que así viviste, te juro que te compadezco. —  Y al ver que no le entendía, se explicó: — Sí, claro. Los momentos lindos de la vida son los mejores. ¡Seguro! ¡Hay que estar loco para discutirlo! Pero son momentos. No son la vida. ¿Entendés? Porque el premio no se disfruta plenamente si no hiciste algo por ganarlo. Y la felicidad, que es pasajera, es eso: un premio. ¿Todo lo malo que te pasó? ¿Cada momento de porquería que tuviste que soportar? ¡Esos son los desafíos! ¡Los obstáculos! Y cuando lograste superarlo, ahí llega la felicidad. ¿Entendés a lo que voy?
Pero él no lo entendió. Le faltaba perspectiva para hacerlo. Ya era tarde para aprender a vivir, se dijo a sí mismo. Ya tenía a la muerte a la vuelta de la esquina. ¡Si tan sólo hubiese tenido esta charla algunos años atrás! Quizás así hubiera podido entender de lo que hablaba su amigo.
Y entonces pudo percibir aquella leve sensación de una puerta al abrirse, en su cabeza. Una puerta distinta, de otro color. De un color que no era un color, porque tenía el color del pasado. La puerta se abrió de par en par.
Y saltó hacia allí. 
Volvió al café que recién había terminado. Y a la noche anterior en que su hija le había dado un dibujo. Y a su noche de bodas. Y así continuó saltando maratónicamente. Se detuvo cuando se sintió rodeado de un tibio líquido. Acunado por el rítmico latido de su madre. Y mientras aquel pequeño universo comenzaba a colapsar, se juró a sí mismo no evitar ninguna situación, fuese esta adversa o favorable. Porque de los errores (y del dolor) siempre puede aprenderse algo.
Fernando M. Roca.-
La Plata, 13/12/2018, 18:46 hs.

21 de marzo de 2018

El Insomne

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La mía, como toda historia que se precie de ser contada, comienza con una muerte en la familia. La muerte de Eduardo, para ser mas preciso. El pequeño Eduardo. Mi pobre hijo.
Los síntomas de su depresión comenzaron apenas falleció Luisito, uno de sus amigos del jardín de infantes. Ellos eran muy unidos, con esa unidad que solamente alcanzan a establecer los niños de su edad. Al día de hoy, me resulta imposible recordar un instante en que no estuvieran juntos. Hasta que el fatídico día en que, jugando al fútbol en el patio de casa, la pelota se les fue a la calle. Yo debía estar vigilándolos en ese momento, pero un llamado telefónico me distrajo lo suficiente para que un Falcon atropellara al pobre de Luisito, que había corrido a buscarla. Todo ante la atenta y conmocionada mirada de Eduardito, una mirada hasta aquel instante virgen de desgracias.
Lo que siguió (la pelea con los padres del niño, el irrefrenable sentimiento de culpa, la condena social de mis vecinos) no fue nada, comparado con el momento en que tuve que sentarme frente a mi hijo a explicarle qué le había pasado a su amiguito. Deben entender que la muerte parecía haber olvidado a mi familia en los últimos años. Ni un tío lejano, ni los cuatro abuelos, ni siquiera una mascota habían muerto desde el nacimiento de mi hijo, por lo que éste era el momento de explicarle de qué se trataba la muerte (una de las dos Grandes Charlas que los padres solemos tener con nuestros hijos). Pero… ¿Cómo explicarle qué era la muerte, si ni yo mismo estaba seguro? Mis padres vivían, y también los de Lucy, mi esposa. Nunca había muerto un amigo, una novia, ni un pariente que me importara demasiado. Y con esto último me refiero a que no hay manera de sentirse conmovido ante la muerte de alguien a quien nunca has visto, y no representa nada para uno. ¿Mascotas? De seguro murieron, pero mis padres siempre ocultaban sus cadáveres, y me decían que se habían escapado, reemplazando el dolor por la muerte con el odio por el abandono. No sabía con exactitud de que manera encarar el tema, pero era algo que debía hacer.
Lo que hice fue darle una pobre analogía entre sus juguetes y las personas; explicarle que así como los juguetes se rompen y dejan de funcionar, lo mismo nos pasaba a nosotros. Confundido, me preguntó, con su dulce vocecilla infantil, si alguna vez volvería a verlo, como cuando uno de sus juguetes se rompía y los mandaba a reparar. ¿Qué responderle a esa carita inocente bañada en lágrimas? Yo siempre fui agnóstico, mi familia nunca se dejó arrastrar por las dudosas verdades de ninguna iglesia. ¿Había un Dios? No me constaba entonces, ni mucho menos ahora. Pero su dolor era demasiado. Decidí decirle que la muerte es como dormir, y que Luisito se había ido al cielo, donde todas las personas buenas van cuando mueren.
“¿Entonces alguna vez volveré a verlo?”, me preguntó, secando sus lágrimas. Le dije que sí, recordando esa frase que dice que “la infancia es un inocente intervalo entre la nada y la desilusión”, y le dejé dormir.
Pero los días pasaban, y mi pequeño Eduardo no mejoraba su estado de ánimo. Se pasaba las tardes sentado en el patio de casa, escenario de la tragedia. Cuando le preguntábamos qué estaba haciendo, solo respondía melancólicamente “Pensando”. ¿Pueden imaginar la voz de un niño cargada de melancolía? Es lo mas tétrico que oí en mi larga vida. Estuvo una semana así, y al octavo día corrió hacia la calle, dejándose atropellar por otro Falcon.
Y fue de esta manera que conocí el dolor de la muerte. No había podido explicárselo a mi hijo, y ahora él me lo enseñaba de la peor manera: la empírica. Lloré en el velorio, y en el funeral. Y esa noche no pude dormir, ya que no paraba de llorar. Recién la noche siguiente pude conciliar el sueño, sólo para soñar una y otra vez con la tragedia, y despertar llorando. Lucy tampoco dormía. Y llorábamos juntos cada madrugada. Hasta que su cansancio fue mas fuerte que el dolor, y pudo dormir. Juro que lo intenté. Intenté imitarla, pero me era imposible. Cada vez que cerraba los ojos veía a mi pequeño aplastado por las ruedas del auto. Oía el siniestro chirrido de la frenada, y el pavimento manchado de sangre. Y despertaba bañado en sudor y lágrimas.
La situación sobrepasó a mi esposa. Mi dolor no hacía sino empeorar el suyo. O quizá llenarla de culpa, porque ella ya podía dormir. Lucy me pidió un tiempo, y al final del tiempo, el divorcio. Y yo aún no podía dormir. El día de la audiencia, dos meses después, mi aspecto debía de ser realmente lamentable. Pude verlo en sus ojos. Y quizá fue eso lo que le dio el empujón final para tomar la decisión. Ya sin hijo y sin esposa, ni descanso, lo siguiente que perdí fue mi trabajo. No les resultaba “rentable”, me explicó un idiota desde atrás de su escritorio. No me molesté en explicarle mi falta de sueño. Era inútil, tanto como él.
El tiempo pasó. Cada tanto intentaba dormir, sólo para volver a ver a mi niño bajo las ruedas del monstruo mecánico. Y sin olvidar, ni dejar de reprocharme, mi total incompetencia para darle la más vital de las lecciones. No podía olvidar mis palabras: “La muerte es como dormir”. Y no pude dejar de preguntarme: ¿Habría sueños en la muerte? ¿Qué estaría soñando mi pequeño ahora? Y la peor de las preguntas ¿volveré a soñar con Eduardito cuando muera?. La idea me paralizó. ¿Qué pasaría si la muerte era un sueño, (ESE sueño) repitiéndose una y otra vez?. No quería saberlo. Aún hoy, doscientos años después de aquel suicidio infantil, no quiero saberlo.

16/06/2006, 18:35

13 de diciembre de 2017

Fantasía Misantrópica (El Testamento de la Humanidad)

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Si, claro. Desde luego que el error fue dejar que las computadoras se hicieran cargo de nosotros. Pero las fantasías del pasado acerca del “Armagedón” si llevábamos a cabo esta acción nos parecía una estúpida imaginación de la época antigua. De cuando éramos, me parece, una especie mas sabia. De la Era del Advenimiento de las Máquinas. El siglo XX, la primera mitad del XXI. ¿Cómo sería vivir en un mundo sin inteligencia artificial? ¿Cómo podían comunicarse usando un sistema tan imperfecto como “Internet”? Estoy desvariando. Es lógico. Los desvaríos son propios de los locos. Y ésta realidad nos enloquece.
Decía, antes de añorar los buenos años, que las fantasías sobre el “Fin del Mundo” nos parecían cuando menos ridículas. La inteligencia artificial no era tan simple como se creía. Ni tan compleja, tampoco. Era lógica pura. Maldita y puta lógica. Creímos haber estudiado todos los aspectos antes de dejar a nuestros gobiernos en manos de las máquinas. Las computadoras no tenían ambiciones, por mas compleja que fuese su programación. No podían desear dominarnos, entonces. Las computadoras no tenían sentimientos, por mas intrincada que fuera su red neural. No podían sentirse superiores, ni esclavizadas. Las computadoras son lógicas. Analizan la información que poseen, estudian los comandos que se le suministran, corren cientos de millones de simulaciones, y comparan los resultados. El que cumple mejor los requisitos que le fueron encargados por su operador, ese es el resultado que lleva a cabo. Maldita y puta lógica.
Había un dicho en la antigüedad: “El camino al infierno está hecho de buenas intenciones”. Esa frase debería ser el slogan de nuestro estandarte. Somos humanos, y los humanos somos idiotas. Por una maldita vez en nuestra podrida historia llena de guerras, masacres y violencia, por una puta vez quisimos hacer las cosas bien. Hay quienes dicen que hemos perdido la capacidad de hacer bien las cosas. El resto de nosotros creemos que nunca supimos, como especie, hacer el bien. Somos el “Mono Asesino”. Matamos otros hombres. Matamos animales innecesariamente. Matamos al medio ambiente. Matamos. Matamos. Matamos.
Sigo desvariando. No me importa, porque pronto éstas serán las palabras de un muerto, y ya nadie escucha a los muertos. Nadie los lee. Nadie les reza. Y tampoco estoy seguro de que quede alguien que pueda leer éstas líneas. Tomemos esto como el Testamento de la Humanidad. Si, llamémoslo de ésta manera. Como venía diciendo, quisimos hacer una buena acción por una vez en la historia. Ya no había divisiones, ni fronteras. Uno de los países del pasado (su nombre se perdió en el tiempo) logró dominar la totalidad del mundo, acabando con muchos otros países; que es lo mismo que decir acabando con muchas vidas. Sin divisiones, por fin se podía pensar en un “bien común”. Éste sería el primero de una serie de cambios que convertiría al planeta en un paraíso. Y decidimos empezar con la total erradicación de la pobreza. Unos pensadores de la época pre-nuclear habían hablado de “repartición equitativa de las riquezas”, y la idea no nos pareció del todo mala. Le pedimos a la Computadora Central (CC) que censara la población total de humanos en la Tierra. CC lo hizo. Luego le pedimos que calculara los valores de recursos naturales y bienes materiales existentes hasta la fecha. CC lo hizo. Por último le pedimos que calculara qué cantidad de los recursos naturales y bienes le corresponderían a cada habitante. CC nos respondió que la repartición de bienes era insuficiente, y decidió consultar los valores de costo de vida que venían manejándose al día de la fecha. El costo de la vida de un ciudadano privilegiado, alguien de una clase social sin problemas de nutrición, vivienda y esparcimiento. El resultado no pudo ser peor. Faltaban recursos. O dicho de otra forma: sobraban humanos.
Las máquinas de exterminio del pasado, aquellas que reposaban en los museos, fueron reactivadas súbitamente. Aquellas que se usaron en las Guerras de los Recursos. Máquinas de exterminio masivo, pero absolutamente ecológicas. El medio ambiente no sufría daños. El primer día murieron mas de cincuenta millones de personas en todo el mundo. Sus restos fueron usados para abonar las tierras de las selvas devastadas en la antigüedad. Ciudades enteras fueron remodeladas por CC, convirtiéndose en fábricas clonadoras de semillas, algunas, y en fábricas de herramientas de exterminio, algunas otras. Pura y maldita lógica.
Pudimos mandar un mensaje de alerta a toda la población. Les explicamos el “error” de los conceptos de CC. Les pedimos que hicieran lo posible por defenderse. Pero hubo algunos que estuvieron de acuerdo con el cálculo de CC, y decidieron ayudarla, operando las fábricas y cazando humanos. Volvíamos a dividirnos. Volvíamos a matar a nuestros semejantes. Nunca aprenderemos. Somos una raza estúpida.
Ahora, me pregunto: ¿por qué estarán de acuerdo con CC sus seguidores? ¿Habrán codiciado ese mundo ideal que se creará una vez finalice el Holocausto Supremo? ¿O los habrá convencido CC, sabiendo que como especie somos vulnerables a la codicia? ¿O acaso realmente coinciden con sus cuentas? Quizá yo no coincida con sus cuentas porque he sido sentenciado. Quizá por eso mismo los odie, y a CC, y a mi raza, por eliminar tantos, y tantos recursos. Quizá, también, por eso no considero a los seguidores de CC como miembros de mi misma especie. Porque he matado a varios de ellos desde que han entrado a mi fortaleza para matarme, y odio pensar que he matado a un semejante. Entonces disfrazo mis creencias, y dejo de considerar “humanos” a mis enemigos, para evitarme culpas y auto reproches. Ya están aquí. Preparo mis armas. Me llevaré a unos cuantos de estos traidores al infierno conmigo. Lo juro por todos mis hermanos humanos caídos.

No venían a matarme. Venían a informarme que CC había llevado a cabo un conteo de las bajas en ambos bandos. Ahora las cuentas cierran. Soy uno de los afortunados que verá el amanecer de una nueva era de paz y equidad para toda la humanidad. Lamento las muertes de mis antiguos compañeros. Pero deben hacerse sacrificios para lograr un bien mayor. O como dice un dicho de la antigüedad: “No puede hacerse un omelette sin romper algunos huevos”.

Fernando Roca
12/10/06, 00:21

23 de mayo de 2017

El Hombre/dios

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El Hombre/dios miró a su alrededor, hacia aquel horizonte vacío, lleno de nada y comenzó a caminar. Sintió la dulce brisa  primaveral jugando con sus rizos y sonrió, pues se sentía como una suave caricia. Entonces anheló tener alguien a quien acariciar. Y decidió crear una mujer. Y caminaron juntos, en medio de tiernas sesiones de mimos, hasta que se aburrió y quiso conversar. Pero, ¿Cuánto se puede charlar con alguien que tiene apenas unos minutos de vida y ninguna experiencia propia? Entonces, como el tiempo era apenas uno de sus tantos juguetes, le creó un pasado. Un padre algo problemático, aunque de buen corazón, una madre celosa y metiche, un tío borracho (gran forjador de anécdotas). Y amigos, desde luego. Cada uno de ellos necesitaba un lugar para vivir, así que les dió casas. Y comercios, para cubrir sus necesidades básicas. Y estos comercios necesitaban empleados, así que también los creó, junto con sus familiares y amigos, para que al ir de compras se pudiera conversar con ellos.
Cuando quiso acordar, tenía una enorme ciudad a su alrededor.
Pero la ciudad, las amistades y su propia pareja lo asfixiaron. Haber perdido aquella vista de esos amplios y limpios horizontes y el poder disfrutarlos en el mas meditabundo de los silencios comenzó a agotarlo. Así que inventó el turismo. Creó un aeropuerto, repleto de aviones, turistas, empresarios y ancianos, cada cual con diferentes destinos. Y creó sus destinos, por supuesto. Y el suyo propio: una antigua ciudad en ruinas, ubicada al otro lado del mundo, con un pasado rico en leyendas, historias y vivencias que él mismo moldeó de la nada, mientras miraba una comedia estúpida durante el vuelo. No podía creer que había perdido el tiempo creando toda una industria del entretenimiento para terminar viendo una ridícula cinta donde dos ladrones intentaban sin éxito robar una joya. Quizás el problema fuera lo inverosímil de la premisa, ya que nunca había creado un ladrón. Pero el tiempo era su propia arcilla para modelar. Así que trajo a la realidad a toda una historia de crímenes, desde miles de años atrás en el tiempo, hasta aquel momento. Aunque la película, a decir verdad, no mejoró.
Tuvo unas buenas vacaciones, no podía negarlo. Aprendió historias de pueblos antiguos que segundos atrás ni siquiera habían existido. Pero hasta el más exótico de los paisajes puede aburrir cuando se convierte en rutina. Así que partió, buscando nuevos lugares. Recorrió verdes selvas y mágicos bosques que se sentían incluso más bellos de lo que los había imaginado. Desiertos y montañas que superaban la más ambiciosa de sus expectativas. Y viajando, una noche creó sin querer la nostalgia. Extrañó aquella primera ciudad que había creado. Y aquella mujer que la había recorrido a su lado. Y decidió volver.
La encontró casada, con tres hijos, un marido que la amaba, un perro y algún que otro año más que no hacía sino aumentar su belleza. Un combo devastador. Así que se alejó corriendo a toda velocidad, lo más lejos posible de aquel confuso sentimiento, mezcla de culpa, enojo, rencor y arrepentimiento. Había creado el despecho. Y entonces quiso algo que le permitiera superar aquel dolor inconmensurable. ¿Aceptación? Lo Intentó, haciendo que a lo largo de la historia del mundo, desde aquel distante pasado que él mismo había imaginado,, hasta aquella insoportable sucesión de momentos que aquellos a su alrededor llamaban con inocencia "presente", millones de personas experimentaran aquel nuevo sentimiento, pero fue inútil. No podía aceptar perderla. Sólo le quedaba el olvido. Pero, ¿Cómo olvidarla, si cada baldosa, cada edificio, cada persona, estaba allí, existía, gracias a ella? El mundo era su contexto. Así que borró a la gente de la existencia, con un leve pestañeo. Y los árboles, porque las manzanas le recordaban al perfume de su cabello. Borró los arcoiris, las ciudades, las flores y las mariposas. Borró el pasado y el futuro. Hasta que no quedó nada que le recordara a ella y al fin pudo olvidar.
El Hombre/dios miró a su alrededor, hacia aquel horizonte vacío, lleno de nada y comenzó a caminar. Sintió la dulce brisa primaveral jugando con sus rizos y sonrió, pues se sentía como una suave caricia. 



27 de febrero de 2016

La (otra) Tempestad

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- ¿Te falta mucho para salir? -, le pregunto Nadia, desde el teléfono.
Javier miró la hora en el monitor de la computadora de su trabajo. Ya casi era hora de irse.
- Salgo en un rato. ¿Por qué tanto apuro?
- Se está viniendo una tormenta tremenda. Y estoy viendo que te fuiste sin paraguas.
¡Maldición! ¡Su esposa tenía razón! Aunque, para ser justos, el tipo del noticiero no había dicho nada de lluvias esa mañana. Casi podía recordarlo.
- ¡Ya apago todo! – dijo, casi saltando de su silla ¡Ese del clima es un desastre, se equivoca siempre!
- Bueno, apurate, que te espero. Besitos. – Y colgó.
Javier corrió hasta el ascensor, saludó apurado al empleado de seguridad y salió a la vereda mirando al cielo. “Febo asoma, ya sus rayos iluminan con violencia tus córneas”, cantó el viento. Un rayo de Sol lo cegó momentáneamente. Se quedó absorto, sin entender nada. Estaba por llamar a Nadia, cuando ésta se le anticipó.
- ¿Y? ¿Ya saliste?, preguntó. Había auténtica preocupación en su voz, no podía ser una broma.
- Estoy en la vereda, amor. Pero acá hay un Sol grande como el Ancho de Oro. ¿Estás segura de que va a llover?
Desde el accidente, cada vez que un camión agarraba un bache, solía confundir el estruendo con truenos. Era un trauma que le había quedado. El hecho de que su casa quedara en la zona donde se encontraban la mayoría de los fletes, mudadoras y expresos no ayudaba mucho a subsanar el asunto.
- Estoy mirando por la ventana. ¡Hay unos nubarrones muy oscuros! ¡Y relámpagos! Son cinco cuadras que tenés que caminar desde la estación. ¡No quiero que te mojes como la otra vez!
A veces, en situaciones como aquellas, Javier no sabía si Nadia era una esposa o la estereotípica idishe mame. Y tampoco conseguía definir si esas actitudes le molestaban o le daban ternura, posiblemente porque sentía ambas por igual. La ambivalencia de los sentimientos.
Caminó hasta la bajada del subte. Esperó unos cinco minutos hasta que llegó la formación. Bajó justo a tiempo para conseguir subirse al tren que lo llevaba hasta su barrio. En todo el trayecto, Nadia le dio al menos cinco actualizaciones del estado del clima. El cielo se había puesto cada vez más oscuro, los relámpagos refulgían cada vez más feroces, los truenos habían comenzado a bramar como camiones en fuga.
Pero para cuando salió de la estación, el astro rey seguía regalándole la luz de hacía ocho minutos.
“¿Me estará haciendo una broma?” Podía ser. Desde el accidente no había habido más bromas. Podía decirse que había perdido el sentido del humor. Pero quizás esto era un buen síntoma.
“¿Querrá que llegue temprano porque quiere sexo?” También era probable. Desde el accidente su vida sexual se había reducido a cero. Otro buen síntoma.
Con una sonrisa en sus labios abrió la puerta de su casa. Y comprendió.
Desde el accidente, cada vez que un camión agarraba un bache, Javier solía confundir el estruendo con truenos. Era un trauma que le había quedado.
Desde el accidente, no había habido más bromas. Javier había perdido el sentido del humor.
Desde el accidente, la vida sexual de Javier se había reducido a cero.

Desde el accidente de tránsito que le había quitado a Nadia de su lado.

21 de diciembre de 2015

Juegos

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Marcos había encontrado el trabajo de sus sueños. Después de pasar por una interminable e intermitente lista de trabajos sin futuro, por fin le estaban pagando por hacer lo que más le gustaba: jugar video juegos. El puesto de beta tester lo había encontrado de casualidad, buscando opciones en las páginas menos convencionales de la deep web, o Internet Oculta. Allí donde es posible encontrar clasificados de rubros más tradicionales, como el que él había encontrado, o de gente ofreciendo sus servicios como sicario. 
Las tareas a desempeñar eran bastante sencillas: luego de registrarse y especificar qué tipos de juegos eran sus favoritos, se lo ingresaba en una base de datos. Cuando una compañía tenía algún juego dentro de las categorías que él había marcado, le enviaban un link para bajar el archivo con la versión de prueba del juego. Generalmente se trataba de un par de niveles aún sin terminar, por lo que los gráficos solían tener una calidad bastante inferior al producto terminado.
Marcos se había inscripto en varias categorías, pero sus favoritas eran Acción, Rol y Survival Horror. El primero porque disfrutaba de los disparos y la adrenalina, el segundo porque los juegos dentro de aquella categoría solían tener buenas historias y el último porque, francamente, le hacía sentir que en caso de un apocalipsis zombie, o de caer en un pueblo embrujado, él tenía los elementos para salir ileso de la situación.
Ya hacía dos meses que estaba dedicándose a ésta tarea. Y sin importar que su madre o sus amigos le dijeran que aquello era una pérdida de tiempo, que aprovechara a estudiar, salir y buscar pareja, lo cierto es que Marcos apenas salía de su departamento. Porque aquel trabajo pagaba en dólares. Y porque le pagaban por hacer lo que él hacía cuando no estaba trabajando.
Una noche recibió un mail algo distinto a los habituales. Estuvo a punto de eliminarlo, pensando que era un correo no deseado. Pero el remitente decía ser Hideo Nagai, el innovador diseñador de juegos y director de Zonawi, una de las compañías más famosas de la industria. Y el asunto se titulaba "Silent Hospital 2". Nunca había escuchado o leído que Silent Hospital fuera a tener una secuela. Y eso que tenía alertas de noticias configuradas en Google sobre el tema. Porque si había un juego que le había fascinado, al punto de obsesionarse, había sido aquel título.
El primer Silent Hospital había sido una verdadera pesadilla. Ambientado en un hospital psiquiátrico abandonado, con un protagonista que despertaba sin saber cómo había llegado allí y revelaciones ambivalentes sobre lo que estaba sucediendo, la historia era un manojo de clichés del género de horror. Sin embargo, las constantes vueltas de tuerca, el uso ingenioso de los recursos de hardware y la claustrofóbica atmósfera, lo habían convertido en un verdadero clásico moderno. Y en un favorito personal para Marcos, quien se preguntaba si realmente era una buena idea expandir el tenebroso universo establecido en la primera entrega. Sin dudarlo, comenzó a descargar el archivo. La descarga se produjo a una velocidad sin precedentes, casi como si el archivo estuviera ansioso por instalarse.
Una vez instalado, comenzó a jugarlo.
Asi, las resquebrajadas paredes del manicomio y los sucios pasillos se hicieron presentes en su pantalla. Lo primero que le llamó la atención fue la ausencia de música, o sonido alguno. ¿Sería debido a que se trataba de un trabajo en progreso, o era parte de la atmósfera que deseaban crear. Esperaba que fuese lo primero, porque un juego sin sonido le pareció una idea muy perezosa. Anotó eso en un cuaderno que usaba para evaluar los proyectos que le llegaban.
Caminó por el hall de entrada.. Una silla con manchas marrones lo observaba desde un rincón. ¿Qué eran esas manchas? ¿Sangre? ¿Óxido? ¿Bilis? La imagen dejaba bastante que desear. Anotó eso, también.
Llegó al final del pasillo. El papel de las paredes tenía dibujos infantiles. Un niño, hecho con líneas gruesas, como de crayón. Y algo que podía ser un perro, o un cerdo. Con una cabeza entre sus dientes. La cabeza estaba muy bien dibujada, era casi hiperrealista. Había auténtica desesperación en sus ojos. Y dolor. Eso le gustó. Tomó nota.
A su derecha había una puerta. Era una de aquellas viejas puertas de madera laqueada, con cuadrados esculpidos en relieve. Sólo que algunos de estos cuadrados eran de madera, mientras que otros estaban formados por torsos amputados. El picaporte era un dedo verdoso, con una uña larga y amarillenta. Escabroso, interesante. No necesitaba anotarlo, lo iba a recordar.
La puerta se abrió con un chirrido. El primer sonido que el juego había emitido. Lo que le llamó la atención era que había sonado como si hubiera sido la entrada de su departamento la que se hubiese abierto. Hasta estuvo tentado a pausar la partida para ir a fijarse. Pero lo descartó. Ese sentimiento de temor absurdo al que los juegos de survival horror lo inducían era lo que más le gustaba de ese género. Era una sensación tan potente y primitiva que podía imaginar que existieran seres de las sombras capaces de alimentarse de ella.
Cruzó el umbral, hacia la recepción. La pantalla se puso en negro. Al menos por diez segundos. Eso arruinaba el clima. Ni siquiera el hecho de que mientras cargaba la siguiente escena el negro alternara con un rojo sangre de manera tan gradual que era casi imperceptible ayudaba a mantener el ritmo de la historia.
Y entonces la imagen volvió. Aunque no era el hospital lo que se mostraba en ella, sino su propia habitación. Y a él sentado frente al monitor, joystick en mano, sentado al borde de la cama. Aquel era un uso novedoso para la realidad aumentada. "Interesante", pensó. "Usan la cámara de la computadora para dar la sensación de estar dentro de la historia. Raro, pero innovador. Como suele ser Hideo Nagai".
Una vez más, la pantalla volvió a oscurecerse. Y la sala de recepción del dilapidado nosocomio apareció. Había un cuerpo de espaldas, en el piso. Tenía un viejo revolver calibre 38 en la mano derecha. Y un agujero negro en la nuca. Reconoció la identidad del cadáver por su distintivo uniforme. Era Jennifer, la hermosa enfermera que había ayudado al protagonista del primer juego. Ahora sabía qué había sido de ella luego de haberla dejado atrás, al final de la entrega anterior. "¡Pobre chica!", pensó Marcos, con un inusitado dejo de empatía.
Compasión. Otra emoción tan fuerte como para poder alimentarse de ella.
Rodeó el cuerpo y examinó el que había sido el escritorio de la recepcionista . Entre las lapiceras y los papeles humedecidos se encontraba una extraña esfera color rojo intenso. Decidió tocarla. Y la pantalla volvió a alternar entre el rojo y el negro. Veinte segundos más tarde, volvió a verse reflejado en el juego. Ahora veía un conejo de peluche color marrón todo descosido tirado en un borde de la cama, a un palmo de donde él se encontraba. Por puro instinto, giró su cabeza, buscando al muñeco en su cuarto. Y se sintió un tonto al hacerlo.
La imagen desapareció de la pantalla una vez más y el juego volvió a la decrépita y ruinosa normalidad.
Su personaje se encontraba ahora en el pabellón pediátrico. Las baldosas tenían números dibujados con sangre. Alguien había hecho la más asquerosa parodia de una rayuela. Y al final del tablero, en donde debía decir "Cielo", había una caja de hierro oxidado con algo encima que a la distancia no se podía distinguir qué era. Marcos se paró sobre el número uno y avanzó a los saltos, respetando las reglas del juego infantil. Bajó la mirada al llegar al número nueve. Lo que había sobre la caja era un órgano. Probablemente un hígado o alguna glándula. No era muy bueno en anatomía. Corrió el trozo de víscera. Abrió la caja. Era el peluche que había visto un rato antes sobre su cama. Lo tomó. La pantalla se puso en negro y carmesí, de nuevo.
Ésta vez el conejo se encontraba de pie, a su lado. Saltaba en una manera tragicómica. Lo extraño era que podía oír los resortes de su colchón rechinando. Una vez más miró hacia allí  y sólo encontró el borde de la cama, naturalmente. Al volver a fijar sus ojos en la pantalla, alcanzó a ver, por medio segundo, algo que había estado detrás de su imagen en el monitor. Le pareció que era Jennifer, la enfermera. El pulso se le aceleró. Comenzó a respirar por la boca, agitado. Estaba empezando a asustarse. "¡Que buen juego!", pensó. Y la pantalla se tiñó de rojo, como si fuese una antigua fotografía sacada con un rollo velado.
Seguía apareciendo él, pero su entorno había cambiado. En lugar de la seguridad de su cuarto, se veía a sí mismo sentado en una de las camas sucias y rotas del hospital. A su izquierda seguía estando el conejo de peluche. A su derecha, un soporte para sueros, todo retorcido y con el cromado saltado, como si lo hubieran usado para golpear algo. O a alguien.
Jennifer volvió a aparecer, a unos diez pasos detrás suyo. Sólo fue un vistazo fugaz. Luego reapareció, por otro medio segundo, a ocho pasos. Seis pasos. Y volvió a esfumarse. Miró hacia atrás, asustado. "¿Cómo pueden filmarme, si la cámara está desconectada?", pensó Marcos en su último momento de lucidez. Volvió a mirar hacia adelante, y la pantalla estaba toda roja. La enfermera apareció en su cuarto, frente a él, avalanzandose sobre su cuerpo. Las manos como garras, la cara una pixelada mueca de odio sobrenatural. Su grito de furia fue lo último que escuchó, antes de que el corazón le estallara.
En el monitor apareció una leyenda: GAME OVER.



 

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