Eran las 19:30 horas de un Jueves cualquiera. Estaba en la parada del micro de Plaza Passo. En un hombro llevaba colgando mi bolso, con el tupper y sus restos del almuerzo. En la espalda, una pesada mochila imaginaria con la cuota diaria de mis frustraciones cotidianas. Y entonces, una vez más entró en acción el único y verdadero super poder con el que cuento: que alguien extraño decida entablar una conversación conmigo.
El hombre en cuestión tenía bien merecido el apelativo de "extraño": ropa harapienta y mal combinada, el cabello desparejo y peinado con una desconcertante aleatoriedad y sobre todo su mirada. Sus ojos estaban a la vez perdidos en el horizonte y enfocados en lo que parecían varios puntos a la vez. Parecía estar borracho, por cómo se tambaleaba, pero no alcancé a olfatear aquel inconfundible olor a alcohol desde donde estaba.
Buscando aumentar la distancia entre él y yo, di un paso hacia atrás, sin mirar. El cordón de la vereda estaba roto en aquel punto —habían estado haciendo mantenimiento de la red eléctrica esa semana— y pisé en falso. Perdí el equilibrio y comencé a caer. Fue en ese momento cuando el extraño personaje se giró con una velocidad majestuoso e inesperada y me sujetó de la muñeca, tirando de mi brazo hacia él, como en un paso de baile.
Mi respiración se agitó, probablemente por la adrenalina del susto. El hombre me soltó. Se me quedó mirando. Exactamente un segundo después pasó el 418, a toda velocidad. Había perdido mi viaje.
— ¡Gracias! —le dije— ¡Ese colectivo me podría haber aplastado, si me caía!
Él me miró, listo para responder. Luego su vista se desvió hacia el pavimento. No pudo reprimir un escalofrío. Su cara hizo una involuntaria expresión de repulsión. Pareció dudar, rumiando o evaluando qué responder. Era casi demasiado tarde para contestar cuando finalmente lo hizo.
— En efecto. De hecho, te aplastó. Y a la vez, no lo hizo. También, te salvé la vida. Y no lo hice. O no necesité hacerlo. Todo depende de cómo lo mire.
Aquello me hizo recordar por qué había dado aquel paso hacia atrás, aquel asesino paso atrás. El hombre se me quedó mirando. Sonrió. Un segundo después, se entristeció. Miró al costado, al pavimento, y volvió a sentirse asqueado.
— Vení —Me dijo— te invito un café, así te explico mejor.
Lo único que quería hacer era llegar a casa, cenar, anestesiarme frente a la pantalla y reptar hasta la cama, para reiniciar el ciclo rutinario. Pero aquel café sonaba bien, nunca le puedo decir que no a un café. Así que nos fuimos al bar de la calle 42.
— Dejame elegir la mesa y lo que vas a tomar. Va a ser más fácil tener esta charla y que me creas si lo ves en acción.
— ¿Si veo en acción qué cosa? — Pregunté, intrigado por demás.
No respondió.
Llegó el mozo. Por puro reflejo estuve a punto de ordenar. Me tuve que morder la lengua. El extraño se encargó de hacer el pedido:
— Una lágrima para mí. Y un americano doble con un tostado de jamón y queso, pero con doble queso y sin tomate para mi amigo.
Fue una de esas situaciones en las que uno no sabe lo que quiere hasta que se lo ponen adelante. Y sí, de haberme dejado hacer el pedido, aquello es lo que hubiera ordenado.
— ¿Cómo sabías...?
—... Si yo tampoco sabía lo que quería? — Completó la frase. Aquello ya me daba escalofríos. Pasaba de castaño oscuro a "¡Alerta Roja, situación fuera de los límites de la naturaleza!" — La explicación corta, es que soy un hombre policuántico.
Lo primero que me vino a la cabeza fue algún tipo de práctica sexual. Después asimilé la palabra "cuántico", un término demasiado usado en la literatura y el cine que me gusta, no siempre de la manera correcta. Me mantuvo interesado.
— ¿Y cómo es eso?
Él sonrió. Luego se asustó. Inmediatamente después su cara reflejó un extasis envidiable. Finalmente respondió:
— ¿Conocés el experimento ese del gato, el plato con veneno y la caja?
Dudé si contestarle o no. ¿O no era fútil responderle a alguien que había predicho metódicamente cada respuesta que le había dado? Como no seguía con la historia (y aparentemente no la iba a continuar hasta que yo hablase), le dije que sí.
— Bueno. ¿Viste que en el experimento original se mete a un gato en una caja con un frasco de veneno?
— Sí —lo interrumpí— y hasta que se abra la caja el gato está a la vez vivo y muerto. O algo así.
— ¡Correcto! ¡Cada vez me caés mejor! — exclamó con inusual alegría, antes de ponerse mortalmente serio. Luego sonrió y continuó su historia.— Resulta que si yo hiciera ese experimento, al abrir la caja podría ver al gato vivo y muerto. Y probablemente también vería la caja vacía. Porque veo todas las opciones que pueden surgir de cada evento o decisión. A partir de ahí, decido yo por donde quiero ir. Como cuando se bifurca un sendero y tenés que elegir si vas a la izquierda o a la derecha. ¿Entendés?
Iba a decirle que no. Pero algo en sus ojos me dijo que aquella no era la respuesta que esperaba. Lo pensé un poco más. Recién entonces entendí.
— ¿Lo que decís es que somos dueños de nuestro destino, pero siempre dentro de las opciones que puedan surgir, pero que vos en cambio sí tenés la opción de buscar cuál es la correcta?
— Sí. Algo así. Por eso te va a llamar la atención que te haya invitado a este bar, justo a esta hora, justo este día.
— ¿Por qué? — Pregunté, pero sólo obtuve una misteriosa media sonrisa como respuesta.
Tomó un sorbo de su café. Algo de espuma le quedó en la comisura de los labios, pero no pareció notarlo. Estaría muy ocupado viendo la infinita cantidad de versiones que en aquel momento habría de aquel bar.
Al ver que la conversación parecía haber llegado a un punto muerto en aquel punto, decidí preguntarle algo más:
— ¿Y cómo fue que empezaste a...?
— ¿A ser policuántico? — Me interrumpió — Bastante. Creo que ocho o nueve años. Estaba casado, tenía hijos. Todo eso. ¡Trabajo, también! Pero un día me desperté y cuando me fui a bañar encontré a mi señora con un tipo en la ducha. Grité y salí del baño enfurecido. Mi mujer estaba todavía en la cama, durmiendo. Volví a entrar al baño. Estaba vacío.
— Imagino que habrá sido difícil de asimilar algo así.
Torció la cabeza mientras con una mano hacía el clásico gesto de "Más o menos".
— Somos una especie bastante estúpida. Cuando vemos algo fuera de lo normal, tendemos a racionalizarlo. En mi caso, pensé que lo que había visto en la ducha había sido un sueño, que todavía no me terminaba de despertar. — Asentí, aprobando su afirmación. Es raro cómo le buscamos una explicación lógica a lo ilógico y con aquello que es lógico aunque difícil de explicar hacemos exactamente lo contrario, como inventarle un origen sobrenatural— Fui a trabajar. Laburaba en un estudio contable. Pero cuando llegué al edificio me encontré con que la llave no servía. El portero, para peor, no me reconocio. Raro, porque una vez por semana, durante dos años, le había estado trayendo una bolsa con media docena de facturas. Me confundió con un ladrón intentando forzar la cerradura y me increpó. ¡No sabés cómo se sorprendió cuando le demostré que sabía su nombre, dónde había nacido, cómo se llamaban sus nietos y hasta qué le había dicho el médico en su último examen clínico! Porque yo lo conocía muy bien antes de que todo cambiará. ¿Entendés?
— Entiendo. ¿O sea que tu historia había cambiado, pero la de él no?
— Estaba algo más flaco. Seguramente porque no se había cruzado con mis facturas semanales.— Me reí. Él no. Lo decía en serio. —La cuestión es que ahí le empecé a prestar más atención a lo que me estaba pasando. Es como todo. Si descubrís que tenés una habilidad, o un talento, tenés que ejercitar. "De la práctica nace el maestro", decía mi abuela.
— Es "La práctica hace al maestro"— lo corregí, pero me descalificó la opinión con un aleteo de su mano.
— Eso será acá. No es así de donde vengo.
Su voz se apagó un instante, como cuando alguien sufre un gran susto. Parte de él comenzó a esconderse de alguien. Otra parte comenzó a gesticular en exceso, como necesitando que todos los del bar lo miraran. Le pregunté si estaba bien.
— No — Me respondió, para agregar inmediatamente después — ¡Sí, bárbaro!
No supe qué hacer. Honestamente. Aquello ya se me escapaba de las manos.
— ¿Viste que te dije que te iba a llamar la atención que te haya invitado acá? — no alcancé a responder. No hacía falta tampoco. — Bueno, resulta que acá está tomando un café un tipo que me conoce muy bien. ¡Bah! ¡A mí no! —dijo, casi gritando— ¡Al otro! ¡A mi "yo" de acá! ¡El que estuvo encerrado en el loquero! ¡Esa clínica de porquería!
Y gritó el nombre del manicomio. Casi todos los clientes nos dedicaron sus miradas de vergüenza ajena o reproche. Casi todos. Uno nos miró con espanto. Porque lo había reconocido.
Era un psiquiatra del manicomio que acababa de nombrar a los gritos mi particular amigo.
— ¿Arturo?— preguntó, sin darle crédito a sus ojos.— ¿Qué hacés afuera, amiguito? — Preguntó, con condescendencia. El profesional me miró, curioso, preguntando en silencio cuál era mi relación con su paciente. Estaba tan abrumado por lo que estaba pasando que me limité a alzar los hombros.
— No te desesperes, Fernando. — Me dijo Arturo, el Hombre Policuántico— Todo lo que hice esta tarde, fue para llegar a este momento. ¿Sabés lo que pasa? Ya recorrí tantas versiones distintas de mi vida, que ahora me dedico a experimentar nuevas realidades. ¡Y nunca estuve en un loquero! ¡Suena interesante! ¿No?
Asentí, intentando ocultar mi tristeza con una sonrisa hueca. El psiquiatra ya había conseguido voluntarios para ayudarlo a llevarse a su paciente de regreso a la clínica. Nunca falta ayuda cuando se trata de encerrar a alguien distinto.
Y me quedé ahí, sólo en una mesa, con un tostado ya frío medio masticado, pensando en aquel loco que la vida me había puesto enfrente. La vida, o quizás sus propias elecciones.
Volví a casa. Otra noche más de dormir sólo. Mi esposa me había abandonado hacía dos años. Se había llevado a los chicos, también. Todo en castigo a mis malas decisiones. Abrí la puerta. Mi hija me vio y corrió a recibirme, con esa auténtica felicidad tan propia de los niños. No entendí qué estaba pasando. Llegó mi hijo. Me saludó con un abrazo, seguido de su habitual pedido "¿Me prestás el celu?". Me sentí confundido. En el escritorio estaba mi esposa, terminando su trabajo. Me saludó con un beso y me pidió que cocinara yo. Recordé fugazmente aquello que había dicho el Hombre Policuántico acerca de nuestra capacidad para naturalizar todo. ¿Había sido un sueño mi separación de dos años atrás? ¿O mi extraño amigo me había hecho un regalo, trayéndome a esta nueva realidad?
La respuesta era tan obvia, que llegó a mi cabeza mientras pelaba las papas. Esa noche cenamos papas.