Un Paladín y un Hechicero combatían al borde del Abismo Insondable. Un escenario bastante común en plena Edad Heróica, ya que los Hijos de la Espada y los Seguidores de la Esfera de Cristal parecían tener una tendencia mas bien genética de enzarzarse en épicos combates ante la menor diferencia. Y convengamos que ambos bandos eran diametralmente opuestos.
La batalla que nos interesa para ésta historia llegó a su fin cuando el Hechicero utilizó el Conjuro de la Tormenta en la Palma de la Mano contra su rival, ignorando que Sirulja, la espada que empuñaba el Paladín, había sido bendecida con el poder de repeler la electricidad. Así, el rayo blanco azulado con el que intentaba derrotar al arrogante héroe terminó golpeándole en el pecho, arrojándolo a las profundidades del Abismo, inconsciente.
Despertó horas después, girando en el aire oscuro y húmedo de aquella grieta sin fin, de la que se decía que atravesaba el mundo como una mortal estocada de los dioses. Su reacción instintiva fue invocar el Conjuro de las Alas de Ángel, aquel que le haría crecer un potente par de alas emplumadas entre los homóplatos. Pero éstas se desvanecieron como un mal sueño antes incluso de acabar de formarse. Su siguiente intento fue el Hechizo de la Cadena Infinita, con el mismo resultado. La Aeromancia y los Trucos Gravitatorios fueron igualmente fútiles.
Y entonces hizo lo que cualquier hijo del vecino haría al saberse atrapado en una situación sin salida y fatídica. Gritó, con todas sus fuerzas. Un planeta cayendo en el vacío interestelar, su atmósfera hecha de penosos alaridos y lamentos. Alaridos que eventualmente le secaron la garganta. Al punto de desear con todas sus fuerzas un humilde vaso con agua.
Lo que deben saber acerca de los Hechiceros, es que su poder es tan grande, que con sólo desear alguna nimiedad ésta se materializa. Por arte de magia, desde luego. Pero también por su subconsciente.
Así, un vaso de cristal rebosante de agua helada se hizo presente en su mano. Desesperado, lo acercó a su boca como si se tratara de los labios de una amante adorada. Y tras saciar su sed, recordó aquella antigua lección que había aprendido poco después de iniciarse en las artes místicas: "El Abismo Insondable no te dejará salir de él. Pero tampoco te matará. Al contrario, hará todo lo que pueda para mantenerte con vida el mayor tiempo posible, porque se alimenta de la propia caída de los pobres infelices que tienen el infortunio de perder el pie cerca de su borde.", le había dicho su Maestro. Y recién ahora lograba entender aquella empolvada lección.
Invocó una tarta de hígado de buey Apis y ésta se materializó. Un edredón. Y apareció de la nada. Una lámpara. Y la lámpara se hizo. Envalentonado, llamó a las misteriosas fuerzas de la Oscuridad y la Luz para que le crearan un roc, aquel águila inmensa, capaz de acarrear montañas y castillos sin esfuerzo. Y la bestia surgió, majestuosa, en medio de un tornado de plumas. Lleno de esperanza, el Hechicero se montó en el lomo del ave, pero cuando ésta intentó desplegar sus poderosas alas, éstas no respondieron.
Y ambos continuaron con su caída eterna.
Los días fueron pasando. Bestia y Hechicero se adoptaron mutuamente, haciendo que su mutuo infortunio transcurriera de manera más amena. Y cuando el mago se cansó de hablarle a su mascota sin obtener respuesta, utilizó el Conjuro de la Doncella para tener un poco más de compañía. Y un piso, para dejar de girar en la oscuridad. Luego, la Doncella (que insistió en ser llamada Deneb) sugirió agregar paredes y un techo, para sentirse más a gusto. Y el Hechicero disfrutó mucho la compañía de aquella mujer, que siempre lo sorprendía con el comentario justo, o la palabra adecuada. Pronto olvidó que ella era creación suya. Y no pudo evitar enamorarse.
Llegó el día en que Deneb le dió la noticia: iban a ser padres. El Hechicero se tomó un momento para asimilar la noticia. Salió al patio de su casa y miró hacia arriba. La grieta, el cielo y las estrellas hacía años que habían dejado de verse. Luego se asomó por el borde de su terreno, mirando hacia abajo. Hacia la nada misteriosa en la que continuaba cayendo, en aquella caída sin fin. Y comprendió que algún día llegaría el momento de morir. Y cuando llegara, no estaría sólo, como lo estaba al momento de caer en el Abismo, sino rodeado de aquellos que lo amaban: familia, amigos y mascotas que se habían sumado al grupo. Y pensó en aquel Paladín al que había combatido por motivos ya olvidados. Y en que de haber sido él quien hubiese caído, le hubiera esperado un futuro de soledad absoluta. Oscura y vertiginosa soledad. Y volvió a mirar hacia arriba, hacia la superficie. Y le agradeció en silencio a su enemigo.
La voz de Deneb le avisó que el almuerzo estaba listo, y sonrió.
Entró a su casa, decidido a pasar el resto de su caída en paz.
La batalla que nos interesa para ésta historia llegó a su fin cuando el Hechicero utilizó el Conjuro de la Tormenta en la Palma de la Mano contra su rival, ignorando que Sirulja, la espada que empuñaba el Paladín, había sido bendecida con el poder de repeler la electricidad. Así, el rayo blanco azulado con el que intentaba derrotar al arrogante héroe terminó golpeándole en el pecho, arrojándolo a las profundidades del Abismo, inconsciente.
Despertó horas después, girando en el aire oscuro y húmedo de aquella grieta sin fin, de la que se decía que atravesaba el mundo como una mortal estocada de los dioses. Su reacción instintiva fue invocar el Conjuro de las Alas de Ángel, aquel que le haría crecer un potente par de alas emplumadas entre los homóplatos. Pero éstas se desvanecieron como un mal sueño antes incluso de acabar de formarse. Su siguiente intento fue el Hechizo de la Cadena Infinita, con el mismo resultado. La Aeromancia y los Trucos Gravitatorios fueron igualmente fútiles.
Y entonces hizo lo que cualquier hijo del vecino haría al saberse atrapado en una situación sin salida y fatídica. Gritó, con todas sus fuerzas. Un planeta cayendo en el vacío interestelar, su atmósfera hecha de penosos alaridos y lamentos. Alaridos que eventualmente le secaron la garganta. Al punto de desear con todas sus fuerzas un humilde vaso con agua.
Lo que deben saber acerca de los Hechiceros, es que su poder es tan grande, que con sólo desear alguna nimiedad ésta se materializa. Por arte de magia, desde luego. Pero también por su subconsciente.
Así, un vaso de cristal rebosante de agua helada se hizo presente en su mano. Desesperado, lo acercó a su boca como si se tratara de los labios de una amante adorada. Y tras saciar su sed, recordó aquella antigua lección que había aprendido poco después de iniciarse en las artes místicas: "El Abismo Insondable no te dejará salir de él. Pero tampoco te matará. Al contrario, hará todo lo que pueda para mantenerte con vida el mayor tiempo posible, porque se alimenta de la propia caída de los pobres infelices que tienen el infortunio de perder el pie cerca de su borde.", le había dicho su Maestro. Y recién ahora lograba entender aquella empolvada lección.
Invocó una tarta de hígado de buey Apis y ésta se materializó. Un edredón. Y apareció de la nada. Una lámpara. Y la lámpara se hizo. Envalentonado, llamó a las misteriosas fuerzas de la Oscuridad y la Luz para que le crearan un roc, aquel águila inmensa, capaz de acarrear montañas y castillos sin esfuerzo. Y la bestia surgió, majestuosa, en medio de un tornado de plumas. Lleno de esperanza, el Hechicero se montó en el lomo del ave, pero cuando ésta intentó desplegar sus poderosas alas, éstas no respondieron.
Y ambos continuaron con su caída eterna.
Los días fueron pasando. Bestia y Hechicero se adoptaron mutuamente, haciendo que su mutuo infortunio transcurriera de manera más amena. Y cuando el mago se cansó de hablarle a su mascota sin obtener respuesta, utilizó el Conjuro de la Doncella para tener un poco más de compañía. Y un piso, para dejar de girar en la oscuridad. Luego, la Doncella (que insistió en ser llamada Deneb) sugirió agregar paredes y un techo, para sentirse más a gusto. Y el Hechicero disfrutó mucho la compañía de aquella mujer, que siempre lo sorprendía con el comentario justo, o la palabra adecuada. Pronto olvidó que ella era creación suya. Y no pudo evitar enamorarse.
Llegó el día en que Deneb le dió la noticia: iban a ser padres. El Hechicero se tomó un momento para asimilar la noticia. Salió al patio de su casa y miró hacia arriba. La grieta, el cielo y las estrellas hacía años que habían dejado de verse. Luego se asomó por el borde de su terreno, mirando hacia abajo. Hacia la nada misteriosa en la que continuaba cayendo, en aquella caída sin fin. Y comprendió que algún día llegaría el momento de morir. Y cuando llegara, no estaría sólo, como lo estaba al momento de caer en el Abismo, sino rodeado de aquellos que lo amaban: familia, amigos y mascotas que se habían sumado al grupo. Y pensó en aquel Paladín al que había combatido por motivos ya olvidados. Y en que de haber sido él quien hubiese caído, le hubiera esperado un futuro de soledad absoluta. Oscura y vertiginosa soledad. Y volvió a mirar hacia arriba, hacia la superficie. Y le agradeció en silencio a su enemigo.
La voz de Deneb le avisó que el almuerzo estaba listo, y sonrió.
Entró a su casa, decidido a pasar el resto de su caída en paz.
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