El timbre sonó por quinta vez
cuando Ricardo salía de la ducha y al fin lo oyó. “¿Quien podrá ser a esta
hora?”, se preguntó, decidiendo en ese momento que si realmente era tan
importante como para venir a molestarlo a las once y media de la noche podría
seguir tocando el timbre una sexta, séptima y hasta una octava vez. Para cuando
el octavo timbrazo se oyó -con un exacto intervalo de cincuenta y cuatro
segundos entre uno y otro- Ricardo estaba aún a mitad de camino de lo que
socialmente se considera aceptable para abrir la puerta de un hogar decente.
Por lo tanto, apresuró sus labores hasta que el timbre sonó una novena y una
décima vez. Salió del baño y llegó a ese gran ambiente que era el resto de su
casa. Y así, mientras se calzaba la camisa (que ya estaba prendida, desde
luego) se dirigió a la puerta.
Miró por la mirilla de la puerta
solo por reflejo, y maldijo a la madre del pintor, que la había barnizado en un
lamentable –aunque imperdonable- descuido. “Este agujero es mas inútil que el
pintor que lo barnizó”, pensó, mientras preguntaba “¿Quién es?” impostando su
voz para aparentar mayor rudeza (una tarea con un resultado comparable a la
mirilla o al pintor de la puerta, a fin de cuentas). Del otro lado solo escuchó
un tosido y una vocecilla poco digna de respeto que tartamudeando levemente
preguntó “¿S-señor Ve- Vega? ¿Ri- Ricard-d-do Vega?” La vocecilla causó un
repentino ataque de simpatía hacia su poseedor por parte de Ricardo.
Inconscientemente dejo a un lado la impostura de su voz y los recaudos hoy en
día necesarios si un desconocido toca el timbre de tu casa a las once y media
de la noche, verificó el estado de sus ropas, y entreabrió la puerta,
frenándola con su pié izquierdo. Del otro lado se encontraba un hombre de una edad
indefinida (entre veinte y cuarenta, se podría decir) vestido de una manera tan
anacrónica que a la vez parecía elegante y disfrazado. Llevaba un pequeño y
desgastado maletín de cuero marrón como único equipaje. “Soy Ricardo Vega
¿Quién es usted?”. El extraño limitó su presentación a unas pocas palabras: “Me
en-envía el señor A-Augusto Man-Mansilla. ¿No le dijo que vendría?”. Ricardo
sonrió al escuchar una vez mas el nombre de Augusto Mansilla, a quien
prontamente definiría como “una persona maravillosa”, y lo curioso es que no
sería el único en definirlo de esta forma. Sin pensarlo dos veces abrió la
puerta del todo y lo dejó pasar. Al ver la vereda y las copas de los árboles
teñidas de blanco recordó que esa mañana había comenzado a nevar, lo que sin dudas
representaba el origen de la tartamudez de su invitado. “¿Me permite su
sombrero?”, ofreció amistosamente el anfitrión, no pudiendo evitar sentirse en
una de esas comedias norteamericanas de los años ’50. ¿Quién podía seguir
usando un sombrero de ala en esta época? ¿Qué pasaría luego? ¿Él le diría
“querida ya llegué”? ¿Y luego que? ¿Un coro de risas grabadas sonando al
unísono? Semejante visión hizo brotar una involuntaria sonrisa en el rostro de
Ricardo. Sonrisa que no pasó desapercibida por su curioso invitado, quien a su
vez sonrió al verla. Después de todo no se había equivocado.
“Tome asiento, por favor. ¿Qué se
le ofrece?” “Un c-café estará bien, g-gracias. ¡Hace m-mucho frío esta
noch-che!”. Si, el frío era la causa de la tartamudez de su invitado. Mientras
servía dos pocillos de café le preguntó “¿Y como anda mi viejo amigo Augusto?
¿Qué es de su vida, tanto tiempo?”. Le acercó el pocillo y una cuchara. El
extraño abrió el portafolio y del bolsillo principal sacó una fina cuchara
dorada, decorada con relieves en forma de ramillas que en su punta contenían
pequeños frutos rojos, posiblemente rubíes encastrados. El gesto en un
principio molestó al anfitrión, pero al ver la cuchara detenidamente lo
comprendió. Si el tuviera una cuchara así, tampoco perdería oportunidad de
usarla. El invitado bebió el pocillo de café de un solo sorbo, era obvio que
realmente lo necesitaba. “El señor Mansilla está bien, algo mas viejo, pero
bien. Usted lo conoce bien. Y el a usted también, por lo visto”. Esta última afirmación
inquietó a Ricardo tanto que no advirtió el repentino final de la tartamudez de
su invitado. “Disculpe… ¿A que se refiere con que ‘por lo visto’ me conoce muy
bien?”. El extraño sonrió. Había algo extraño en su sonrisa. Una curiosa mezcla
de anciana sabiduría y juvenil astucia tan desconcertante como su vestimenta o
su edad. “Verá, si él no me hubiese dicho que a esta hora de seguro lo
encontraría despierto no me hubiera molestado siquiera en importunarlo. No me
gusta importunar a mis futuros anfitriones. Prefiero visitarlos en un momento
de ocio, o antes de irse a dormir. Que toma un baño al levantarse y otro antes
de irse a dormir. Que si le agradaba a primera vista me invitaría a pasar.
También me dijo que de seguro se abstraería en sus apreciaciones subjetivas
sobre mí y olvidaría preguntarme mi nombre o el motivo de mi visita. ¡Oh!
También mencionó que preparaba el mejor café que probaría en mi vida”. Algunas
veces saber tanta información de repente es mucho para el espíritu de una
persona, en especial si se refiere a lo que alguien especial para uno opinaba
de uno mismo. Este era uno de esos casos. Por unos segundos –casi por un
minuto, Ricardo no podría precisarlo con exactitud- se quedó estudiando la
breve pero directa frase del extraño. Y se detuvo en un fragmento que le
enrojeció el rostro. “Disculpe, olvidé preguntarle quién es, y qué hace a estas
horas de la noche en mi casa”. “Le contestaré ambas preguntas a cambio de otro
pocillo del mejor café que he probado en mi vida, si no le molesta”. El elogio
surtió efecto justo en el centro de la vanidad de Ricardo, quien se levantó
sonriendo amablemente y se dirigió a la mesada, donde se encontraba la
cafetera. “Si este le gustó, espere a probar mi capuccino, es famoso en todo el
mundo”. “Eso he oído, señor Vega”, dijo su invitado.
Al terminar de preparar el
capuccino, Ricardo lo llevó a la mesa mientras tarareaba un viejo tema de
Sinatra, “Extraños en la noche”, ignorando que el título –aunque no la letra-
de la canción se apegaba bastante a esta singular ocasión. El invitado recordó
haber escuchado la mejor versión de ese tema saliendo de los labios de un joven
e ignoto cantante brasilero al que había
visitado dos años atrás. Era una versión muy personal, con algo de la romántica
frescura de la bossa nova, pero sin perder el glamoroso encanto neoyorquino. Lo
llamaría en la mañana. Ansiaba escuchar una vez más esa versión.
Ricardo observó al extraño
bebiendo el capuccino, disfrutando cada sorbo. Notó como el placer que sus
papilas le regalaban se reflejaba sin ningún dejo de vergüenza en su rostro, y
que al terminarlo se tomó un momento para terminar de saborear el exquisito
brebaje. Miró a su anfitrión, que desde el otro lado de la mesa intentaba sin
éxito ocultar su ansiedad y –decidido a jugar una vez más con sus expectativas-
lo felicitó nuevamente por el café. Después de todo, aquel amigo suyo de
Francia le había enseñado que ser un poquito sádico en la vida no está del todo
mal. Ricardo estalló. “¡Pero hombre! Gracias por el cumplido, pero… ¿Va a
decirme quien es usted y que ha venido a hacer en mi casa a estas horas de la
noche?” Una mueca de decepción asomó en el rostro del extraño. Movió la cabeza
de derecha a izquierda, bajó la vista y dijo: “Parece que se equivocaron al
decirme que era usted un maníaco de la precisión. Pensé que lo que me diría
sería ‘¿Qué ha venido a hacer en mi casa cuando faltan trece minutos para la
medianoche?’. Una lástima. Considero la precisión y la puntualidad en mis amigos como una de
las mayores virtudes”. Las palabras de este desconocido que de pronto se
dirigía hacia él como “amigo” desconcertaron tanto a Ricardo que olvidó el
hecho de que un extraño que sabía demasiado sobre él, estaba sentado en su
mesa, en el preludio de la medianoche, mientras por la ventana se veía la
nevada retornar a la inútil tarea de sepultar con su belleza los pecados que se
abrazan a la noche. Una mezcla de furia y vergüenza llenó su corazón, y este la
transportó por el sistema circulatorio al rostro de Ricardo, que una vez más
enrojeció. “E..es que…” –Era el dueño de casa, ahora, quien tartamudeaba. Y el
frío nada tenía que ver con eso- “E…s que… ¡Hombre! ¡Póngase un minuto en mi
lugar, por Dios! ¡Aparece usted, de golpe, en mi casa, haciendo un detallado
análisis sobre mí, y yo aquí sin siquiera saber quien es!” “Pero si yo no
‘aparecí’, como usted dice. ¡Usted me invitó a pasar, señor Vega!” “Entonces
ahora lo invito a retirarse de mi casa, señor”. El extraño decidió dejar de
lado los juegos. Había probado la paciencia de este hombre y había encontrado
su límite. Era el momento de hablar de negocios.
“Antes de levantarme, señor Vega,
permítame apartar sus dudas. Lo que he venido a hacer no me llevará más de unos
once minutos. De hecho, le garantizo que en once minutos usted cerrará esa puerta,
y yo estaré del lado de afuera. Y hasta le garantizo que mi visita no habrá
sido en vano, y ambos estaremos felices de haber tenido este más que breve encuentro que cambiará nuestras vidas
para siempre”. Una vez más, las palabras del extraño impactaron en esa parte
del alma de Ricardo Vega en que debían impactar, en el lugar al que habían sido
estratégicamente disparadas por una lengua calibre 44. “¡Hable, entonces,
hombre! Le doy sus once minutos.” El curioso invitado se acomodó en su asiento.
Se inclinó hacia delante, cruzó los dedos de sus manos ante su cara, apoyando
los codos en la madera de cedro rojo de la mesa. Una lámpara de 75 watts, la
única que iluminaba la habitación, proyectaba una curiosa sombra que ocultaba
la parte superior de su rostro, aunque por momentos sus ojos parecían brillar,
apartando la oscuridad que los cubría, como si de un sombrío flequillo se
tratara.
“Señor Vega. Sucede que soy un coleccionista.
Y esta noche golpeo la puerta de su casa porque en ella hay algo que me interesaría
añadir a mi colección”. Ricardo suspiró aliviado, aunque solo en parte. Esa
leve porción de conocimiento, después de tan intrigante espera, se sentía como
una especie de orgasmo mental. El Coleccionista sonrió al notar el alivio del
dueño de casa. “¡Con que de eso se trataba!” Ricardo sonreía, y hasta se le
escapó una discreta carcajada. Tras una breve tregua, la curiosidad volvió a
asaltarlo. “¡Hombre, mire que me hizo esperar para contármelo! ¿Y puedo saber
qué es lo que colecciona, y como está seguro de que se lo daré?”. El Coleccionista
bajó las manos con un lento movimiento hasta apoyarlas sobre la mesa, con sus
codos a los costados. “Estoy seguro que me lo dará porque el trato le conviene
sobremanera, señor Vega. De hecho, mañana cuando despierte, por un breve
momento, al recordar nuestro pacto, pensará que me ha estafado. Y usted no
sería el único en creerlo. En realidad, cualquier persona cuerda en este mundo
creería lo mismo. Créame, me pasa todo el tiempo. Y terminando de responder su
pregunta, soy un coleccionista de personas. Y lo que busco en esta casa es a
usted”. Tras oír la respuesta del Coleccionista, la frase mas inteligente que
pudo formar la culta mente de Ricardo Vega fue “¿Uh?”, a lo que el Coleccionista
respondió: “En efecto, señor Vega. Colecciono personas. Específicamente,
personas excepcionales. Personas con un don particular. Déjeme darle un
ejemplo”. El Coleccionista de personas bajó su mano hasta el costado de su
silla, donde descansaba su viejo portafolio y lo alzó, apoyándolo sobre sus
piernas. Lo abrió y de uno de sus bolsillos secundarios sacó dos lápices y
sendas hojas de papel. Extendió un lápiz y una hoja a Ricardo y le dijo “Piense
por un momento en nuestro amigo, el señor Mansilla. Piense en unas pocas palabras que lo describan y escríbalas en
este papel, por favor”. No fue difícil. Al tomar el lápiz, Ricardo escribió al
instante “Una persona maravillosa”. Al terminar de escribirlo, levantó la
vista. “Listo. ¿Y ahora qu…?”. No terminó la frase. Del otro lado de la mesa,
el Coleccionista sostenía su propia hoja de papel frente a sus ojos. En ella
decían las mismas palabras. El Coleccionista habló. “Coincidirá conmigo en que
el señor Mansilla es una persona maravillosa, ¿No es verdad, señor Vega?”.
Ricardo asintió con la cabeza, mientras
su mirada se perdía en el papel que su invitado comenzaba a apoyar en la mesa,
al tiempo que decía “Déjeme mostrarle algo que no muchos en este mundo han
visto, señor Vega”. Una vez mas su mano desapareció en las profundidades del portafolio
marrón, esta vez para emerger con una gruesa agenda con tapas de madera y cuero
de buey, los interiores recubiertos de terciopelo rojo intenso y los bordes de
las hojas, así como las solapas con las iniciales para facilitar las búsquedas
alfabéticas de oro. Ricardo estimó que esa agenda debía valer tanto o más que
su propia casa, sin tener en cuenta la información que en ella se encontraba.
En un inconmensurable despliegue de generosidad -aunque motivado por el
interés, desde luego- el Coleccionista de personas se la acercó a la que estaba
seguro sería su siguiente adquisición, diciéndole “Busque en la M, por favor,
señor Vega. ¿Ha encontrado a nuestro amigo?”. Y si, allí estaba Augusto
Mansilla, sólo que no se encontraba en esa página por su apellido, sino por
‘Maravillosa persona, Sr. Mansilla’, debajo de ‘Magnifica cocinera, Srta.
Ayura’ y sobre ‘Mínima decencia, Sr. Williams’. Una duda golpeó la parte del
cerebro que aún no estaba aturdida de Ricardo. “¿Y qué debo hacer para
pertenecer a su colección?”. “Nada, señor Vega. Tan solo permitirme que lo
agregue en ella. Y aceptar un regalo mío a cambio de añadirlo, desde luego. En
su caso, creo que le agradará conservar esta cuchara de oro engarzada con
rubíes con la que he revuelto sus excelentes cafés. Noté que le gustó apenas la
vió, ¿No es así, señor Vega?”. “S…si, en efecto. Me parece una pieza de joyería
muy fina. Pero… ¿Solamente por añadirme en su agenda?”. “Por añadirlo en mi
colección”, aclaró el Coleccionista. “Y ya le dije que sentiría que me está
estafando. No se preocupe. Yo no lo creo así”. “¿Y por qué considera usted que
debo estar en su colección?, es decir, ¿Qué criterio debe cumplir una persona
para pertenecer a su original colección?”. El Coleccionista miró la hora en su
reloj de bolsillo (¡¡¡llevaba reloj de bolsillo!!!) y le contestó con rapidez.
“El único criterio que deben cumplir es que sean personas con un don
particular, como ya le he dicho. Y todo aquel que la conozca debe estar de
acuerdo en que tienen esa particularidad, como el señor Mansilla, que todos
coinciden en que es una maravillosa persona. O la señorita Ayura, a quien todos
en Japón la consideran una magnífica cocinera. ¿Entiende ahora?”. Ricardo
asintió. “¿Y por que yo? ¿En que coinciden todos cuando hablan de mí?”. El Coleccionista
iba a responder, cuando de repente Ricardo lo interrumpió. “¡No me diga nada!
¡Ya lo sé! ¡Es por mis cafés! ¿Verdad?”. El Coleccionista sonrió complacido. Y
esta vez fue él quien asintió. “¡No se hable mas! ¡Puede agregarme en su
colección!”. El Coleccionista tomó la agenda y con una pluma (¡una pluma!)
anotó los datos de Ricardo Vega. Una vez hecho esto, guardó la agenda y se
levantó de la silla, disipando las sombras de su rostro, que ahora mostraba la
satisfacción de haber logrado su propósito. Ambos se dirigieron hacia la
puerta, mientras Ricardo le alcanzaba su sombrero, evitando una risa al
recordar la imagen de las comedias norteamericanas que media hora atrás había
surgido en su cabeza.
“Bueno, señor Vega. Debo irme.
Tengo un tren que parte en pocos minutos, y no deseo perderlo. Algún día,
cuando necesite de sus servicios, lo llamaré. Hasta entonces, ¡buena suerte!”.
Y con estas palabras se despidió el Coleccionista.
Tras cerrar la puerta, el reloj
de la sala anunció que la medianoche había llegado, once minutos después de que
el Coleccionista comenzara a hablar. Ricardo no lo notó. Volvió a la mesa y se
quedó veintitrés minutos contemplando la cuchara que tan poco le había costado
conseguir, y que de seguro debía valer una interesante cantidad de dinero para
tratarse solamente de una mera cuchara. Pero un hombre de su posición no
necesitaba el dinero. A partir de ahora ese sería su tesoro. Algo así como un
trofeo por los buenos cafés que sabía preparar. La mañana siguiente decidió
hacer una fiesta con sus amigos y vecinos –no con Augusto Mansilla, ya que éste
vivía muy lejos, claro- y mostrarles a todos su nuevo trofeo. Esa tarde decidió
que en la fiesta solamente serviría sus mundialmente famosos capuccinos. Y sólo
durante esa fiesta, tres días después, mientras le contaba a todos de la
extraña visita del Coleccionista, recordó que éste nunca le había dicho su
nombre. Ninguno de sus amigos le creyeron la historia del Coleccionista sin
nombre que le entregó un premio por sus cafés, pero a todos les pareció
maravillosa la cuchara de oro obtenida quién sabía como.
Tres noches atrás, mientras el reloj de la sala del señor Vega daba las
doce y cinco de la noche, el Coleccionista se dirigía a la estación de trenes.
Una vez iniciado su viaje, sacó de su portafolio una pequeña botellita, rellena
con el mejor café que había tomado en su vida, hecho por el señor Estévez, un
colombiano que tenía un pequeño bar en las costas del Caribe, abrió su agenda y
releyó maravillado su nueva adquisición, que decía ‘Imbécil soberbio, Sr.
Vega’, preguntándose si alguna vez requeriría realmente sus “servicios”. Pero
era seguro que si. Después de todo, no cualquiera preparaba un café tan
asqueroso.
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