10 de agosto de 2015

El Coleccionista



El timbre sonó por quinta vez cuando Ricardo salía de la ducha y al fin lo oyó. “¿Quien podrá ser a esta hora?”, se preguntó, decidiendo en ese momento que si realmente era tan importante como para venir a molestarlo a las once y media de la noche podría seguir tocando el timbre una sexta, séptima y hasta una octava vez. Para cuando el octavo timbrazo se oyó -con un exacto intervalo de cincuenta y cuatro segundos entre uno y otro- Ricardo estaba aún a mitad de camino de lo que socialmente se considera aceptable para abrir la puerta de un hogar decente. Por lo tanto, apresuró sus labores hasta que el timbre sonó una novena y una décima vez. Salió del baño y llegó a ese gran ambiente que era el resto de su casa. Y así, mientras se calzaba la camisa (que ya estaba prendida, desde luego) se dirigió a la puerta.
Miró por la mirilla de la puerta solo por reflejo, y maldijo a la madre del pintor, que la había barnizado en un lamentable –aunque imperdonable- descuido. “Este agujero es mas inútil que el pintor que lo barnizó”, pensó, mientras preguntaba “¿Quién es?” impostando su voz para aparentar mayor rudeza (una tarea con un resultado comparable a la mirilla o al pintor de la puerta, a fin de cuentas). Del otro lado solo escuchó un tosido y una vocecilla poco digna de respeto que tartamudeando levemente preguntó “¿S-señor Ve- Vega? ¿Ri- Ricard-d-do Vega?” La vocecilla causó un repentino ataque de simpatía hacia su poseedor por parte de Ricardo. Inconscientemente dejo a un lado la impostura de su voz y los recaudos hoy en día necesarios si un desconocido toca el timbre de tu casa a las once y media de la noche, verificó el estado de sus ropas, y entreabrió la puerta, frenándola con su pié izquierdo. Del otro lado se encontraba un hombre de una edad indefinida (entre veinte y cuarenta, se podría decir) vestido de una manera tan anacrónica que a la vez parecía elegante y disfrazado. Llevaba un pequeño y desgastado maletín de cuero marrón como único equipaje. “Soy Ricardo Vega ¿Quién es usted?”. El extraño limitó su presentación a unas pocas palabras: “Me en-envía el señor A-Augusto Man-Mansilla. ¿No le dijo que vendría?”. Ricardo sonrió al escuchar una vez mas el nombre de Augusto Mansilla, a quien prontamente definiría como “una persona maravillosa”, y lo curioso es que no sería el único en definirlo de esta forma. Sin pensarlo dos veces abrió la puerta del todo y lo dejó pasar. Al ver la vereda y las copas de los árboles teñidas de blanco recordó que esa mañana había comenzado a nevar, lo que sin dudas representaba el origen de la tartamudez de su invitado. “¿Me permite su sombrero?”, ofreció amistosamente el anfitrión, no pudiendo evitar sentirse en una de esas comedias norteamericanas de los años ’50. ¿Quién podía seguir usando un sombrero de ala en esta época? ¿Qué pasaría luego? ¿Él le diría “querida ya llegué”? ¿Y luego que? ¿Un coro de risas grabadas sonando al unísono? Semejante visión hizo brotar una involuntaria sonrisa en el rostro de Ricardo. Sonrisa que no pasó desapercibida por su curioso invitado, quien a su vez sonrió al verla. Después de todo no se había equivocado.
“Tome asiento, por favor. ¿Qué se le ofrece?” “Un c-café estará bien, g-gracias. ¡Hace m-mucho frío esta noch-che!”. Si, el frío era la causa de la tartamudez de su invitado. Mientras servía dos pocillos de café le preguntó “¿Y como anda mi viejo amigo Augusto? ¿Qué es de su vida, tanto tiempo?”. Le acercó el pocillo y una cuchara. El extraño abrió el portafolio y del bolsillo principal sacó una fina cuchara dorada, decorada con relieves en forma de ramillas que en su punta contenían pequeños frutos rojos, posiblemente rubíes encastrados. El gesto en un principio molestó al anfitrión, pero al ver la cuchara detenidamente lo comprendió. Si el tuviera una cuchara así, tampoco perdería oportunidad de usarla. El invitado bebió el pocillo de café de un solo sorbo, era obvio que realmente lo necesitaba. “El señor Mansilla está bien, algo mas viejo, pero bien. Usted lo conoce bien. Y el a usted también, por lo visto”. Esta última afirmación inquietó a Ricardo tanto que no advirtió el repentino final de la tartamudez de su invitado. “Disculpe… ¿A que se refiere con que ‘por lo visto’ me conoce muy bien?”. El extraño sonrió. Había algo extraño en su sonrisa. Una curiosa mezcla de anciana sabiduría y juvenil astucia tan desconcertante como su vestimenta o su edad. “Verá, si él no me hubiese dicho que a esta hora de seguro lo encontraría despierto no me hubiera molestado siquiera en importunarlo. No me gusta importunar a mis futuros anfitriones. Prefiero visitarlos en un momento de ocio, o antes de irse a dormir. Que toma un baño al levantarse y otro antes de irse a dormir. Que si le agradaba a primera vista me invitaría a pasar. También me dijo que de seguro se abstraería en sus apreciaciones subjetivas sobre mí y olvidaría preguntarme mi nombre o el motivo de mi visita. ¡Oh! También mencionó que preparaba el mejor café que probaría en mi vida”. Algunas veces saber tanta información de repente es mucho para el espíritu de una persona, en especial si se refiere a lo que alguien especial para uno opinaba de uno mismo. Este era uno de esos casos. Por unos segundos –casi por un minuto, Ricardo no podría precisarlo con exactitud- se quedó estudiando la breve pero directa frase del extraño. Y se detuvo en un fragmento que le enrojeció el rostro. “Disculpe, olvidé preguntarle quién es, y qué hace a estas horas de la noche en mi casa”. “Le contestaré ambas preguntas a cambio de otro pocillo del mejor café que he probado en mi vida, si no le molesta”. El elogio surtió efecto justo en el centro de la vanidad de Ricardo, quien se levantó sonriendo amablemente y se dirigió a la mesada, donde se encontraba la cafetera. “Si este le gustó, espere a probar mi capuccino, es famoso en todo el mundo”. “Eso he oído, señor Vega”, dijo su invitado.
Al terminar de preparar el capuccino, Ricardo lo llevó a la mesa mientras tarareaba un viejo tema de Sinatra, “Extraños en la noche”, ignorando que el título –aunque no la letra- de la canción se apegaba bastante a esta singular ocasión. El invitado recordó haber escuchado la mejor versión de ese tema saliendo de los labios de un joven e ignoto cantante brasilero  al que había visitado dos años atrás. Era una versión muy personal, con algo de la romántica frescura de la bossa nova, pero sin perder el glamoroso encanto neoyorquino. Lo llamaría en la mañana. Ansiaba escuchar una vez más esa versión.
Ricardo observó al extraño bebiendo el capuccino, disfrutando cada sorbo. Notó como el placer que sus papilas le regalaban se reflejaba sin ningún dejo de vergüenza en su rostro, y que al terminarlo se tomó un momento para terminar de saborear el exquisito brebaje. Miró a su anfitrión, que desde el otro lado de la mesa intentaba sin éxito ocultar su ansiedad y –decidido a jugar una vez más con sus expectativas- lo felicitó nuevamente por el café. Después de todo, aquel amigo suyo de Francia le había enseñado que ser un poquito sádico en la vida no está del todo mal. Ricardo estalló. “¡Pero hombre! Gracias por el cumplido, pero… ¿Va a decirme quien es usted y que ha venido a hacer en mi casa a estas horas de la noche?” Una mueca de decepción asomó en el rostro del extraño. Movió la cabeza de derecha a izquierda, bajó la vista y dijo: “Parece que se equivocaron al decirme que era usted un maníaco de la precisión. Pensé que lo que me diría sería ‘¿Qué ha venido a hacer en mi casa cuando faltan trece minutos para la medianoche?’. Una lástima. Considero la precisión  y la puntualidad en mis amigos como una de las mayores virtudes”. Las palabras de este desconocido que de pronto se dirigía hacia él como “amigo” desconcertaron tanto a Ricardo que olvidó el hecho de que un extraño que sabía demasiado sobre él, estaba sentado en su mesa, en el preludio de la medianoche, mientras por la ventana se veía la nevada retornar a la inútil tarea de sepultar con su belleza los pecados que se abrazan a la noche. Una mezcla de furia y vergüenza llenó su corazón, y este la transportó por el sistema circulatorio al rostro de Ricardo, que una vez más enrojeció. “E..es que…” –Era el dueño de casa, ahora, quien tartamudeaba. Y el frío nada tenía que ver con eso- “E…s que… ¡Hombre! ¡Póngase un minuto en mi lugar, por Dios! ¡Aparece usted, de golpe, en mi casa, haciendo un detallado análisis sobre mí, y yo aquí sin siquiera saber quien es!” “Pero si yo no ‘aparecí’, como usted dice. ¡Usted me invitó a pasar, señor Vega!” “Entonces ahora lo invito a retirarse de mi casa, señor”. El extraño decidió dejar de lado los juegos. Había probado la paciencia de este hombre y había encontrado su límite. Era el momento de hablar de negocios.
“Antes de levantarme, señor Vega, permítame apartar sus dudas. Lo que he venido a hacer no me llevará más de unos once minutos. De hecho, le garantizo que en once minutos usted cerrará esa puerta, y yo estaré del lado de afuera. Y hasta le garantizo que mi visita no habrá sido en vano, y ambos estaremos felices de haber tenido este más que  breve encuentro que cambiará nuestras vidas para siempre”. Una vez más, las palabras del extraño impactaron en esa parte del alma de Ricardo Vega en que debían impactar, en el lugar al que habían sido estratégicamente disparadas por una lengua calibre 44. “¡Hable, entonces, hombre! Le doy sus once minutos.” El curioso invitado se acomodó en su asiento. Se inclinó hacia delante, cruzó los dedos de sus manos ante su cara, apoyando los codos en la madera de cedro rojo de la mesa. Una lámpara de 75 watts, la única que iluminaba la habitación, proyectaba una curiosa sombra que ocultaba la parte superior de su rostro, aunque por momentos sus ojos parecían brillar, apartando la oscuridad que los cubría, como si de un sombrío flequillo se tratara.
“Señor Vega. Sucede que soy un coleccionista. Y esta noche golpeo la puerta de su casa porque en ella hay algo que me interesaría añadir a mi colección”. Ricardo suspiró aliviado, aunque solo en parte. Esa leve porción de conocimiento, después de tan intrigante espera, se sentía como una especie de orgasmo mental. El Coleccionista sonrió al notar el alivio del dueño de casa. “¡Con que de eso se trataba!” Ricardo sonreía, y hasta se le escapó una discreta carcajada. Tras una breve tregua, la curiosidad volvió a asaltarlo. “¡Hombre, mire que me hizo esperar para contármelo! ¿Y puedo saber qué es lo que colecciona, y como está seguro de que se lo daré?”. El Coleccionista bajó las manos con un lento movimiento hasta apoyarlas sobre la mesa, con sus codos a los costados. “Estoy seguro que me lo dará porque el trato le conviene sobremanera, señor Vega. De hecho, mañana cuando despierte, por un breve momento, al recordar nuestro pacto, pensará que me ha estafado. Y usted no sería el único en creerlo. En realidad, cualquier persona cuerda en este mundo creería lo mismo. Créame, me pasa todo el tiempo. Y terminando de responder su pregunta, soy un coleccionista de personas. Y lo que busco en esta casa es a usted”. Tras oír la respuesta del Coleccionista, la frase mas inteligente que pudo formar la culta mente de Ricardo Vega fue “¿Uh?”, a lo que el Coleccionista respondió: “En efecto, señor Vega. Colecciono personas. Específicamente, personas excepcionales. Personas con un don particular. Déjeme darle un ejemplo”. El Coleccionista de personas bajó su mano hasta el costado de su silla, donde descansaba su viejo portafolio y lo alzó, apoyándolo sobre sus piernas. Lo abrió y de uno de sus bolsillos secundarios sacó dos lápices y sendas hojas de papel. Extendió un lápiz y una hoja a Ricardo y le dijo “Piense por un momento en nuestro amigo, el señor Mansilla. Piense en unas pocas  palabras que lo describan y escríbalas en este papel, por favor”. No fue difícil. Al tomar el lápiz, Ricardo escribió al instante “Una persona maravillosa”. Al terminar de escribirlo, levantó la vista. “Listo. ¿Y ahora qu…?”. No terminó la frase. Del otro lado de la mesa, el Coleccionista sostenía su propia hoja de papel frente a sus ojos. En ella decían las mismas palabras. El Coleccionista habló. “Coincidirá conmigo en que el señor Mansilla es una persona maravillosa, ¿No es verdad, señor Vega?”. Ricardo  asintió con la cabeza, mientras su mirada se perdía en el papel que su invitado comenzaba a apoyar en la mesa, al tiempo que decía “Déjeme mostrarle algo que no muchos en este mundo han visto, señor Vega”. Una vez mas su mano desapareció en las profundidades del portafolio marrón, esta vez para emerger con una gruesa agenda con tapas de madera y cuero de buey, los interiores recubiertos de terciopelo rojo intenso y los bordes de las hojas, así como las solapas con las iniciales para facilitar las búsquedas alfabéticas de oro. Ricardo estimó que esa agenda debía valer tanto o más que su propia casa, sin tener en cuenta la información que en ella se encontraba. En un inconmensurable despliegue de generosidad -aunque motivado por el interés, desde luego- el Coleccionista de personas se la acercó a la que estaba seguro sería su siguiente adquisición, diciéndole “Busque en la M, por favor, señor Vega. ¿Ha encontrado a nuestro amigo?”. Y si, allí estaba Augusto Mansilla, sólo que no se encontraba en esa página por su apellido, sino por ‘Maravillosa persona, Sr. Mansilla’, debajo de ‘Magnifica cocinera, Srta. Ayura’ y sobre ‘Mínima decencia, Sr. Williams’. Una duda golpeó la parte del cerebro que aún no estaba aturdida de Ricardo. “¿Y qué debo hacer para pertenecer a su colección?”. “Nada, señor Vega. Tan solo permitirme que lo agregue en ella. Y aceptar un regalo mío a cambio de añadirlo, desde luego. En su caso, creo que le agradará conservar esta cuchara de oro engarzada con rubíes con la que he revuelto sus excelentes cafés. Noté que le gustó apenas la vió, ¿No es así, señor Vega?”. “S…si, en efecto. Me parece una pieza de joyería muy fina. Pero… ¿Solamente por añadirme en su agenda?”. “Por añadirlo en mi colección”, aclaró el Coleccionista. “Y ya le dije que sentiría que me está estafando. No se preocupe. Yo no lo creo así”. “¿Y por qué considera usted que debo estar en su colección?, es decir, ¿Qué criterio debe cumplir una persona para pertenecer a su original colección?”. El Coleccionista miró la hora en su reloj de bolsillo (¡¡¡llevaba reloj de bolsillo!!!) y le contestó con rapidez. “El único criterio que deben cumplir es que sean personas con un don particular, como ya le he dicho. Y todo aquel que la conozca debe estar de acuerdo en que tienen esa particularidad, como el señor Mansilla, que todos coinciden en que es una maravillosa persona. O la señorita Ayura, a quien todos en Japón la consideran una magnífica cocinera. ¿Entiende ahora?”. Ricardo asintió. “¿Y por que yo? ¿En que coinciden todos cuando hablan de mí?”. El Coleccionista iba a responder, cuando de repente Ricardo lo interrumpió. “¡No me diga nada! ¡Ya lo sé! ¡Es por mis cafés! ¿Verdad?”. El Coleccionista sonrió complacido. Y esta vez fue él quien asintió. “¡No se hable mas! ¡Puede agregarme en su colección!”. El Coleccionista tomó la agenda y con una pluma (¡una pluma!) anotó los datos de Ricardo Vega. Una vez hecho esto, guardó la agenda y se levantó de la silla, disipando las sombras de su rostro, que ahora mostraba la satisfacción de haber logrado su propósito. Ambos se dirigieron hacia la puerta, mientras Ricardo le alcanzaba su sombrero, evitando una risa al recordar la imagen de las comedias norteamericanas que media hora atrás había surgido en su cabeza.
“Bueno, señor Vega. Debo irme. Tengo un tren que parte en pocos minutos, y no deseo perderlo. Algún día, cuando necesite de sus servicios, lo llamaré. Hasta entonces, ¡buena suerte!”. Y con estas palabras se despidió el Coleccionista.
Tras cerrar la puerta, el reloj de la sala anunció que la medianoche había llegado, once minutos después de que el Coleccionista comenzara a hablar. Ricardo no lo notó. Volvió a la mesa y se quedó veintitrés minutos contemplando la cuchara que tan poco le había costado conseguir, y que de seguro debía valer una interesante cantidad de dinero para tratarse solamente de una mera cuchara. Pero un hombre de su posición no necesitaba el dinero. A partir de ahora ese sería su tesoro. Algo así como un trofeo por los buenos cafés que sabía preparar. La mañana siguiente decidió hacer una fiesta con sus amigos y vecinos –no con Augusto Mansilla, ya que éste vivía muy lejos, claro- y mostrarles a todos su nuevo trofeo. Esa tarde decidió que en la fiesta solamente serviría sus mundialmente famosos capuccinos. Y sólo durante esa fiesta, tres días después, mientras le contaba a todos de la extraña visita del Coleccionista, recordó que éste nunca le había dicho su nombre. Ninguno de sus amigos le creyeron la historia del Coleccionista sin nombre que le entregó un premio por sus cafés, pero a todos les pareció maravillosa la cuchara de oro obtenida quién sabía como.
Tres noches atrás, mientras el reloj de la sala del señor Vega daba las doce y cinco de la noche, el Coleccionista se dirigía a la estación de trenes. Una vez iniciado su viaje, sacó de su portafolio una pequeña botellita, rellena con el mejor café que había tomado en su vida, hecho por el señor Estévez, un colombiano que tenía un pequeño bar en las costas del Caribe, abrió su agenda y releyó maravillado su nueva adquisición, que decía ‘Imbécil soberbio, Sr. Vega’, preguntándose si alguna vez requeriría realmente sus “servicios”. Pero era seguro que si. Después de todo, no cualquiera preparaba un café tan asqueroso.


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